En alguna parte le he leído a Vargas Llosa que la más arraigada tradición política de América Latina es el repudio de lo real y lo posible en nombre de lo imaginario y lo quimérico. De tal modo, incapaz de establecer una mínima relación de eficiencia con el universo fáctico, el continente todo se habría encomendado a los mil y un delirios del irredentismo utópico. Viaje a ninguna parte que, a decir del propio Vargas, nadie definió mejor que el poeta peruano Augusto Lunel. Aquel iconoclasta criollo que en las primeras de cambio de un muy airado Manifiesto proclamó: "Estamos contra todas las leyes, empezando por la ley de la gravedad".
Un propósito en absoluto original, por cierto. Recuérdese al respecto que ya a finales del siglo XIX, cierto padre Ibiapina lideró en Brasil una sangrienta revuelta contra el sistema métrico decimal. Aquellos conjurados destruían las balanzas, metros y kilos que encontraban a su paso para así exorcizar al siniestro diablo del comercio internacional, maléfica criatura unificadora de pesos y medidas apenas lactante por entonces. Un modus operandi, el del capellán tronado y su feligresía, nada distinto al de esos recios rucios antiglobalización que ahora dan en tirar piedras contra su propio tejado durante las cumbres de la OMC.
En fin, con tal historial clínico a sus espaldas nadie debiera extrañarse de la súbita fiebre alienígena que padece Evo Morales tras asistir a un pase de Avatar en La Paz. "Es una profunda muestra de la resistencia al capitalismo y la lucha por la defensa de la naturaleza", aberró el primer presidente cocalero de Bolivia tras abandonar, en apariencia sobrio, la sala de butacas. Aunque de esa Pachamama cósmica made in Hollywood lo que más ha de poner a Morales no debe ser el conflicto de clase, ignoto en la cinta, sino la lucha de razas, el inequívoco hilván que da cuerpo al guión del cómic.
Al cabo, tras el crepúsculo nazi en la Segunda Guerra Mundial, la actual eclosión del indigenismo supone la rehabilitación política, intelectual y moral del racismo. Herrumbroso estandarte, el del etnicismo, que ahora enarbola con necio entusiasmo la izquierda latinoamericana. Y tras ella, más necia aún, la socialdemocracia europea, que, ciega, se apresta a abrir las puertas al retorno de los brujos. Y si no, al tiempo.