Parece que al esforzado José Montilla han vuelto a sorprenderlo copiando de una chuleta con tal de garabatear un par de frases en la germanía vernácula sin acabar provocando estragos irreparables a la gramática de Pompeu Fabra. Un rutinario sainete que, al margen de revelar la obvia diglosia moral que padece don José, deja entrever su dimensión humana más entrañable. Y es que hay algo en verdad enternecedor tras ese arquetipo tragicómico, el del charnego agradecido, que encarna el hombre. Algo ridículo y conmovedor a un tiempo porque encuentra su fundamento último en un patológico autodesprecio.
Sin ir más lejos, repárese, a ser posible con cristiana compasión, en el muy impostado acento con que intenta ocultar su deje meridional al perorar en castellano. Puro teatro. Del absurdo, huelga decir. Así, el charnego agradecido, ese personaje literario en busca de autor del que Montilla supone la máxima expresión plástica, ha identificado a su peor enemigo en la imagen que todas las mañanas le devuelve el espejo al afeitarse. Al cabo, seguro que fue ahí, en la íntima soledad del excusado, donde juró que se convertiría en el más nacionalista de los nacionalistas ante el imposible metafísico de alcanzar la genuina catalanidad heráldica.
Una mutación, la suya, nada atípica por lo demás. Pues al igual que los más feroces inquisidores suelen resultar antiguos conversos, entre los catalanistas irredentos se da un predominio casi hegemónico de charnegos reciclados. Así Carod o Ridao, amén del innúmero clan de los López, Sáez y Pérez que acampa en CiU. Y así también Montilla. De hecho, la principal diferencia fáctica entre los catalanistas de Iznájar y los de verdad suele ser ésa: la dogmática, visceral intransigencia doctrinal de los recién llegados.
Lluís Aracil, el gran filólogo valenciano que inspiró la normalización lingüística antes de caer del caballo y pasarse a la disidencia, auguró que, tarde o temprano, arribará el cansancio, el tedio, el asco infinito frente a la religión catalanista. Pero que la acción subliminal sobre el inconsciente de toda una generación ya habrá supuesto para entonces una devastación irreparable, al haber interiorizado el vinculo sacro entre lengua y territorio. Quién le habría de decir que entre esas pobres víctimas se encontraría el mismísimo presidente de la Generalidad.