La nieve y nosotros
La nieve es el gran símbolo de esa comunión. Todos los invitados entran cubiertos de nieve en la casita donde se ha de celebrar la cena, todos la comentan y se quejan de ella, todos se la sacuden primorosamente antes de meterse en personaje.
Nieva en toda España; o más bien, para cuando se publiquen estas líneas, habrá nevado, y ciudades y pueblos y árboles y plazas y estatuas estarán cubiertas. El blanco estará en flor durante unas horas, y los críos hundirán sus manos y sus miradas ansiosas en el material prodigioso, y los chavales se lanzarán bolas de nieve por las calles, y los conductores barrerán con sus manos el blanco de los cristales de sus coches, y todos miraremos por la ventana y veremos nuevo aquello que durante el resto del año creemos conocer hasta la saciedad.
El uso de la nieve más bello e intenso que conozco en la literatura aparece en Los muertos, el relato de James Joyce que cierra su primer libro, Dublineses. Es un cuento largo centrado en una noche en la Irlanda de principios del siglo pasado, en una cena de clase media-alta. Por sus páginas van desfilando los invitados a la cena anual de las señoras Morkan, y sobre todo su sobrino favorito, un personaje de mediana edad sin demasiado interés llamado Gabriel. Es un relato de síntesis, en el que van aflorando los problemas y las situaciones de aquella Irlanda que tanto obsesionaba a Joyce, el antinacionalista (por antiesencialista) pero también antibritánico que abandonó su país a los 22 años, pero siguió escribiendo sobre él durante el resto de su vida.
Joyce no urde su síntesis a través de un retablo de tipos al uso. Por el contrario, su narración funciona de manera mucho más sutil, permitiendo el desarrollo normal de una insípida cena entre pálidos personajes que son nombre y físico primero, y tipos después. Sólo nos deja entrever los conflictos subyacentes (entre católicos y protestantes, independentistas y unionistas, radicales y moderados, burgueses y obreros, moralistas y alcohólicos) en los comentarios sueltos de algún borrachín que el resto de asistentes ignora, en las discusiones que se abandonan o se ven interrumpidas pronto por cortesía, en las canciones tradicionales que cantan los invitados sin reparar en su historia o significado. Joyce no enfrenta esas cosas sino que las une, urde esa comunión esencial que es la realidad: la unión de lo superficial y lo subterráneo, de los temas aceptados y aquellos que se ignoran, de los hablantes esperados y los parias de quienes no se quiere oír nada pero que siguen estando ahí; de las verdades y las mentiras, de lo conocido y lo desconocido, de las grandes batallas de la historia y las minúsculas escaramuzas del presente; del poder de los que vemos y el peso abrumador de los que ya no están pero estuvieron.
La nieve es el gran símbolo de esa comunión. Todos los invitados entran cubiertos de nieve en la casita donde se ha de celebrar la cena, todos la comentan y se quejan de ella, todos se la sacuden primorosamente antes de meterse en personaje. Algunos mencionan la nueva de que "hace treinta años que no había una nevada así" (¿cómo estaba España hace treinta años?) y de que "la nieve es general en toda Irlanda". La misma nieve que Gabriel contempla al final del cuento cuando, habiéndose enterado de la trágica muerte del primer gran amor de su esposa (aquel con el que jamás podrá competir), comprende esa comunión del pasado con el presente y del espacio inmediato con todos los demás, por muy lejanos que parezcan estar. No es una comunión banal tipo we are the world, sino una unión melancólica y hasta trágica porque incluye lo bueno y lo malo, los pequeños aciertos y los grandes (e incorregibles) errores, las cosas que hicimos, aquellas que queríamos hacer, y aquellas que a pesar de no haber hecho ni deseado nos perseguirán durante nuestras vidas. Todo unido por "la nieve que caía suave y levemente a través del universo (...) sobre todos los vivos y todos los muertos".
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