En la comunidad autónoma de Galicia, Alberto Núñez Feijóo, incumpliendo las promesas electorales por las que le votaron muchos ciudadanos gallegos, ha adoptado una solución salomónica en lo que a política lingüística se refiere, al imponer el aparente criterio equitativo de que se imparta la enseñanza en las lenguas a partes iguales para agradar a todos y que no haya conflictos. De tal forma que las asignaturas se estudiarán un tercio en castellano, otro en gallego, y otro, en este caso inédito, en inglés. Y así, pensará, todos contentos. Pero la polémica ya está servida.
Las soluciones salomónicas no siempre son los más justas. De hecho, Salomón, el día de autos en que tuvo que impartir justicia, sabia y equitativamente, lo que planteó a las dos madres que se disputaban al niño fue un ardid con su solución "salomónica", es decir, disparatada; se trataba de plantearles la trampa de que lo dividiesen por la mitad, al objeto de descubrir la verdadera madre. El resultado lo sabemos: la madre verdadera como quiere que no le pase nada a su hijo, cede ante las reivindicaciones de propiedad de la falsa, y entonces el Rey descubre a quién ha de otorgar la razón.
El presidente de la comunidad autónoma gallega ha pretendido contentar a los que sustentan que el castellano es la lengua oficial del Estado, y a los que preconizan el gallego como la lengua oficial de esta comunidad autónoma. Ambas dos cooficiales, según la Constitución española y el Estatuto de Autonomía gallego, pero de distinto rango e importancia, como lo tienen estas dos normas jurídicas, que se complementan y no se contraponen –o no deberían– con un régimen de prioridad e importancia distinto. Lo particular, lo local, no puede prevalecer sobre lo nacional y estatal. Salvo que queramos equiparar en rango a estos dos órdenes distintos, convirtiendo lo autonómico en nacional, pretensión natural de los nacionalistas para dejar vacía de contenido nuestra Constitución.
Se ha adoptado una solución salomónica, que no necesariamente justa. Aunque, dicho sea de paso, ha mejorado algo el anterior sistema de inmersión lingüística en gallego del nacionalismo exacerbado –sin que esto sirva de consuelo– que pretendía excluir en esta comunidad autónoma, de forma inconstitucional, cualquier atisbo de presencia del castellano. Llegando, como ocurre con los nacionalismos, a situaciones demenciales –incluso jocosas si no fuera por la importancia del asunto– dentro de su desesperación totalitaria, como la de imponer la rotulación en gallego en las lápidas de los cementerios.
El actual Gobierno autonómico gallego, siguiendo la nueva deriva que ha orquestado su jefe de filas, el también gallego Rajoy –que ha pecado, una vez más, de timorato– pretende trasladar este modelo trilingüe al resto de las comunidades autónomas como Cataluña, Valencia, Baleares, y País Vasco. Ya estamos con las equidistancias, los complejos, querer contentar a todos –sobre todo a la presión de los nacionalistas– a base de ir cediendo, y dejar desamparada a la gran mayoría social de su partido, para al fin y a la postre vulnerar el art. 3 de la Constitución Española, estableciendo que el castellano es la lengua española oficial del Estado, y que todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho a usarla. A partir de ahora tendrá que ser a razón de un tercio, al diluir incluso su importancia con el inglés, como de forma experimental se quiso hacer en la Comunidad Valenciana con Educación para la Ciudadanía; ya saben, un fracaso.
Las tentaciones intervencionistas de los gobernantes a imponernos todo tipo de ideas liberticidas, que poco o nada tienen que ver con los intereses de los ciudadanos, y en este caso de la lengua en que se ha de hablar en los centros de enseñanza, son manifiestas e inevitables en los nacionalistas y socialistas. Lo que sorprende es que el Gobierno del Sr. Núñez Feijóo, teóricamente inserta su política en la de un partido liberal conservador, en vez de dejar libertad a los padres que decidan en qué lengua quieren que se eduquen sus hijos, preservando a su vez la cooficialidad del castellano y gallego, dictamine salomónicamente, partiendo "al niño" en tres trozos. Eso sí, iguales, o aparentemente iguales, porque habrá que saber, está por ver, quién se lleva la mejor parte, es decir, las asignaturas troncales.
Lo que ocurre en estos casos, como ya se tiene experiencia en otras Comunidades Autónomas, es que al final los estudiantes no sepan hablar y escribir correctamente la lengua española oficial del Estado, ni ninguna otra. Al menos, no se les va a obligar con castigos, como en Cataluña, por hablar en castellano en los recreos; y podrán expresarse en clase y en los exámenes en la lengua que deseen, pero eso son pequeños remiendos para no resolver de lleno el fondo del asunto. ¿Tan difícil es que los padres, y no el estatismo asfixiante, sean quienes elijan en qué lengua quieren que sean educados sus hijos? De tal forma que quienes prefieran recibir la enseñanza en gallego sean respetados; y los que deseen que las asignaturas se les imparta en castellano puedan acceder a este derecho y deber constitucional, sin que se tenga que diluir y mermar su derecho por los poderes públicos, con un aparente sentido de la igualdad, a costa de ceder a las imposiciones nacionalistas, y, en detrimento, una vez más, de la libertad.