Siempre tienen una excusa, siempre una explicación para no reconocer lo evidente: tienen una enfermiza obsesión por borrar al cristianismo de la faz de la tierra. Los dos últimos casos de obsesión, el de dos ayuntamientos que de manera grosera y zafia han dado un bofetón más a la mayoría social a la que deberían servir y de la que en verdad se sirven. En primer lugar, el caso de la cabalgata de la noche de Reyes del Ayuntamiento de Madrid, colofón a la política llevada a cabo por Gallardón para sustituir en la capital de España las Navidades por el solsticio de invierno. En segundo lugar, el calendario impulsado por el Ayuntamiento de Logroño para el año 2010 para diluir las fiestas cristianas entre diversos saraos profesionales y multicultis. En ambos casos justificaciones grandilocuentes –"calendario de las personas", "encuentro de las culturas por la paz"– que esconden justo lo contrario de lo que proclaman.
Desde luego, es perfectamente legítimo que el alcalde de Madrid, Gallardón, y el de Logroño, Santos –también es casualidad, el apellido– desprecien y odien la tradición católica de sus ciudades, y que traten de erradicarla con su mejor sonrisa. Lo grave va más allá y trata de la democracia según nuestros políticos. Según el CIS (diciembre del año pasado), más del 75% de los españoles se declara católico: más de los que fueron a votar en las elecciones de 2008 de las que ha salido elegido el Parlamento actual (73,8%). Hay más españoles que se declaran católicos que españoles que participan en las elecciones generales: y más aún de los que votan a alguno de los partidos políticos, si descontamos abstención y votos nulos. Y sin embargo, los políticos españoles se creen legitimados para legislar contra esa inmensa mayoría, despreciarla, humillarla: ¿con qué criterio democrático, exactamente?
No es sólo eso. Diez millones de españoles van a misa todos los domingos: ningún acto cultural o deportivo, ninguna asociación del tipo que sea –sindicatos, partidos políticos, ecologistas, homosexualistas– es capaz de reunir, ni en un acto ni en varios de ellos, a tantos españoles. Ni todos los políticos juntos, con sus pantagruélicos gastos electorales, han reunido jamás a una cifra semejante a la que sí reúne la Iglesia Católica cada domingo en miles de parroquias. Gallardón puede preferir la fiesta del orgullo gay a la misa del señor, pero eso no cambia el hecho de que casi todos los que le votaron y los que no lo hicieron prefieren lo segundo: ¿con qué legitimidad democrática justifica su política cristofóbica en el ayuntamiento que dirige?
En el fondo, lo que está ocurriendo en nuestras sociedades occidentales va más allá de la buena o mala salud del cristianismo, que a quien debe preocupar es a la Iglesia y a sus fieles. Lo políticamente relevante es el hecho de que existe una clase dirigente, formada por una casta política –en los gobiernos, en los parlamentos, en los ayuntamientos, en los partidos y sindicatos– y una "élite cultural" –en las universidades, en los medios de comunicación, en las productoras de cine y televisión– que está empeñada en legislar contra las costumbres y creencias de la mayoría de los europeos, imponiendo su forma de pensar. Y lo hacen de manera más o menos disimulada y más o menos envuelta en una pseudocháchara buenista y democratista que esconde una cosa muy distinta.
Y lo que se esconde detrás es una política antidemocrática, porque antidemocrático es que los gobernantes gobiernen para minorías socialmente irrelevantes –islamistas, homosexualistas, feministas, ecologistas– empujando progresivamente a la mayoría a abandonar sus creencias para sustituirlas por otras que sólo unos pocos defienden. De esto es de lo que se trata: de que legitimidad democrática asiste a una minoría que falta al respeto y ataca a la mayoría silente de una sociedad. Ése es el gran mal de la política europea y sobre todo española. Porque hasta hace no mucho a eso lo llamábamos dictadura.