Si un hombre está dispuesto a morir, el Estado pierde buena parte de su poder para garantizar la seguridad de sus ciudadanos. Si una organización está dispuesta a inmolarse por todos los medios, ni siquiera los ejércitos de los Estados democráticos más poderosos de la tierra están en disposición de garantizar la seguridad de sus poblaciones. Esta es la trágica lección que los atentados suicidas del 11 de Septiembre de 2001 han dado a las estructuras de poder de los Estados más poderosos. Ya no basta un gran ejército para mantener el mal a raya. La guerra después del 11-S ha dejado los campos de batalla como meros guiones para películas del siglo pasado. Ahora el campo de batalla es el territorio entero, y la geografía humana, su objetivo. Sin reglas, sin horarios, sin respeto, sin excepciones humanitarias. De hecho, allí donde más indefensas y numerosas están las vidas, mayor peligro corren.
Al Qaeda nos ha demostrado que las reglas humanitarias de la guerra han quedado obsoletas y, lo que es peor, el tiempo de paz y la tolerancia democrática –para estos terroristas– es la mejor oportunidad para sus ataques. Difícil tarea para la ley, el orden y la tranquilidad psicológica de las sociedades.
Viene a cuento esta sucinta contextualización para exponer el inmenso mal que está ocasionando el desprecio por la propia vida de estos nihilistas travestidos de integristas del siglo XXI. Un solo ejemplo bastará para visualizarlo.
Menos de media docena de atentados dirigidos y planificados por un número insignificante de kamikazes han convertido a todos los aeropuertos del mundo con sus aviones y sus millones de pasajeros diarios en rehenes de su terror. Cientos de miles de guardias de seguridad, miles de millones de euros invertidos, retrasos e incomodidades sin fin, todo un mundo degradado en sus actividades diarias por la simple acción de una minoría insignificante en número y medios. Ese es el verdadero drama: unos pocos colonizan con su terror a todos. Los aeropuertos del mundo entero se ven obligados a redoblar los gastos de seguridad y convertir un servicio que habrías de ser rápido y cómodo, en lento, estresante, casi insoportable.
Antes, el ataque de un ejército invasor quedaba reducido a un espacio sin mayores consecuencias para el resto del planeta; ahora, un joven apuesto de mirada afable y nombre enrevesado, Umar Farouk Abdul Mutallab, puede convertir nuestras vidas cotidianas en un infierno. No porque nos vuele por los aires, sino porque tiene el poder terrorífico de convertirse en cualquier viajero, de cualquier avión, de cualquier país del mundo. Le basta un sorbo de líquido explosivo en el interior de su ropa interior indetectable para obligarnos a millones de personas a guardar colas interminables ante los scanners del mundo entero. Ni el mismo diablo tuvo nunca tanto poder. Contra estas hostilidades, el Estado no está preparado. Nadie está preparado contra quien está dispuesto a morir.
¿Cómo acabar con esta pesadilla? El ritual de la seguridad nos recuerda que hemos construido un mundo donde cualquiera nos puede convertir en peleles de un terror indefinido. De ahí su eficacia.
No me den la respuesta fácil de una mayor justicia y distribución de la riqueza. Aún así, el mal existe y está en la naturaleza de todas las cosas. La misma tecnología que nos ha dado comodidades y nos ha asegurado la vida, a la vez nos ha dejado indefensos y dependientes ante quienes están dispuestos a utilizar su capacidad para volverla contra ella. La interrupción energética de una ciudad nos puede dejar de la noche a la mañana inertes ante un invierno mortal; un virus informático mañana podría dejar nuestros hospitales, la actividad comercial o las transacciones bancarias ante el más espantoso desastre; la introducción de un producto tóxico en la cañería general de aguas de una ciudad cualquiera pone en riesgo a millones de personas antes de que ninguna autoridad se de cuenta. Hay muchos recursos para evitarlo, también los había para asegurar la seguridad de nuestros aeropuertos. Ya no. Y la que se consigue, es a base de degradar la comodidad y eficacia por lo que nacieron.
Hoy internet nos ha puesto ante la pantalla de nuestro ordenador el conocimiento y la información del mundo entero. Pero ya no sabemos con certeza qué es real o ficción, cualquiera puede destruir la biografía de otro sin más armas que sus capacidades informáticas y su mala fe. Un mundo nuevo, para el que aún no estamos preparados, nos reta. Tarea inquietante.