La clase magistral es el procedimiento docente más denostado por los viejos nuevos pedagogos, por el progrerío educativo y por la ideología fofa –escorada a izquierda o a derecha, da igual– que impera en la enseñanza española. Recientemente lo repetía el ministro Gabilondo en una entrevista radiofónica. "En los tiempos que corren, el profesor tiene que estar en contacto con el alumno, dialogar con él, usar las nuevas tecnologías... Ya no puede subirse a la tarima, soltar su clase magistral y esperar que le entiendan". Algo así vino a decir.
El ministro lo único que hace es repetir la cantinela habitual que se viene oyendo desde que surgieron aquellos movimientos de renovación pedagógica en los que se fundamentó la ideología logsaica (o loeica) que nos abruma. Que si la clase participativa, que si el trabajo en grupo, que si la cosa dinámica, que si el alumno tiene que descubrir por sí solo el conocimiento, que si el profesor ha de ser una especie de animador del aula, simpaticote y enrollado, que propone actividades y se limita a facilitar el trabajo de los alumnos... en el hipotético caso de que estos decidan trabajar. En ese plan.
La llamada ciencia pedagógica (en los años ochenta empezaron a brotar por doquier facultades de ciencias de la educación) estableció unas pautas generales de lo que debía ser la enseñanza. Los sacerdotes de esa secta –la secta pedagógica que describe Mercedes Ruiz Paz– se creyeron con el derecho no sólo de establecer cómo había que enseñar, sino incluso de decidir qué había que enseñar.
Primero, arrinconaron los contenidos y arrumbaron la memoria, determinando que la escuela debía ocuparse, sobre todo, de algo que llamaron "procedimientos y actitudes". Después, erigiéndose en guardianes de los tiernos cerebros infantiles y juveniles, señalaron los peligros de intentar embutirles demasiados datos. Aseguraban, además, que esos datos eran inútiles en esta nueva era de la tecnología y de la imagen. En todo caso, si en los programas educativos (que desde la toma del poder de los pedagogos han de llamarse "diseños curriculares") no había más remedio que incluir algunos conocimientos, estos tendrían que ser aguachirlados, sin especialización, ayunos de academicismo y siempre con considerables dosis entreveradas de doctrinilla de lo políticamente correcto y de catequesis progre.
La pedagogía dominante, dado su carácter totalitario, pretende imponer pautas de enseñanza universales, sin tener en cuenta las asignaturas o materias que se han de enseñar. Bueno, ya dije que las asignaturas a los pedagogos les parecen una suerte de contratiempos retrógrados que conviene apartar cuanto antes del camino hacia su paraíso educativo. Es curioso cómo una casta de absolutos ignorantes de todo –de las matemáticas, de la historia, de la literatura, de los idiomas, de la física, de la música, de la filosofía o del deporte– se erigen en ineludibles expertos, con autoridad legal para prescribir a los profesores –que estos sí son o deben ser verdaderos expertos– el modo de enseñar sus materias. O para proscribir los métodos non sanctos.
Y es que los procedimientos para enseñar son muy diversos: el uso de la pizarra, la realización y corrección de ejercicios, el diálogo, la lectura en voz alta, el comentario de textos, el uso de ordenadores, las preguntas en clase, el visionado de películas o diapositivas, las visitas a museos, los paseos por el campo, el trabajo por grupos, los juegos educativos... y muchos más. También, por supuesto, la clase magistral.
El sentido común basta para determinar cuál o cuáles de estos procedimientos pueden usarse, según la materia que se enseñe, según la etapa educativa, según los medios con que se cuente, según la habilidad del profesor y según la disposición de los alumnos. La clase magistral tal vez no será adecuada para enseñarles las tablas de multiplicar a unos niños de primaria, pero seguramente resultará un método muy efectivo para que aprendan historia unos adolescentes.
En mi época de alumno, en el bachillerato y en la universidad, me aburrí con bastantes profesores, pero también tuve la suerte de disfrutar mucho con algunas clases magistrales. Qué quieren que les diga: es una delicia –una delicia fructífera y provechosa– escuchar a un buen profesor disertar durante una hora sobre un tema que domina. Por supuesto que no todas las materias se prestan a ello. Y por supuesto que la clase magistral no tiene por qué ser el único método de enseñanza que use un profesor durante un curso. Pero arrinconarla y proscribirla es algo que solo se le puede ocurrir a la ralea de chamanes indocumentados y mediocres que dicta las normas educativas en España. Una panda de pedagogos de baja estofa, que han creado un sistema ruinoso y que siguen haciendo daño, chupando del presupuesto y machacando de manera inmisericorde a las nuevas generaciones.
Y encima, ellos sí que son incapaces de enhebrar un discurso durante más de cinco minutos sin que el auditorio se les duerma.