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David Jiménez Torres

Los Magos de Oz

Vemos a los científicos como distantes, raros, una comunidad enclaustrada en capillas de blanco esterilizado, un arcano culto a "la verdad". En Copenhague el mundo fue a ellos como Dorothys histéricas en pos del Mago de Oz.

"Los científicos", decimos. Todo lo del cambio climático se reduce a ellos, a lo que dicen o dejan de decir, a sus motivaciones, a sus certezas y sus dudas, a cuántos firman qué manifiesto a favor de cuál postura. Los circos de los líderes mundiales ya los conocemos y esperamos, pero se supone que "los científicos" están por encima de ellos. Los propios políticos les invocan cada vez que quieren reivindicar mayor legitimidad: "un estudio de científicos de la universidad de tal demuestra...". Y nosotros se la otorgamos: el "climategate" de hace unas semanas no desautorizó en nuestro discurso a la comunidad científica, sino que censuró a unos y reivindicó a otros. Entonces como ahora, les vemos como distantes, raros, una comunidad enclaustrada en capillas de blanco esterilizado, un arcano culto a "la verdad". En Copenhague el mundo fue a ellos como Dorothys histéricas en pos del Mago de Oz.

¿Pero qué hay tras el rostro verde que nace de las llamas? El año pasado, en Cambridge, viví con dos científicos: un físico y un biólogo de conservación. Los dos de 24 años, comenzando sus respectivos doctorados. El físico me explicó inmediatamente de qué trataba su disciplina, si bien los pormenores de su campo específico (física de partículas) eran incomprensibles; con el biólogo de conservación, los particulares de su tema de doctorado (ecosistemas de pájaros surafricanos) eran fáciles de comprender y el objetivo de su disciplina, tras año y medio de amistad y explicaciones, sigue resultándome nebuloso.

El físico es alto, inmenso, ograico, mezcla de Shrek y Herman Munster; provisto de un corazón de oro y una tendencia bonachona que se estrella contra una fuerte tartamudez. De clase obrera de las barriadas de Leeds, en el desesperante norte de Inglaterra, a lo largo de su vida ha ido recabando frustraciones como enjambres grises e insistentes. Se levanta por la mañana temprano, va en bici al laboratorio, pasa ahí el resto del día, vuelve a casa, se hace algo de cenar, ve un poco la tele y se encierra en su cuarto a seguir trabajando. Sus descansos consisten en sesiones de gimnasio, o en lavar su poca ropa. Algunos días se muestra tranquilo; muchos otros, taciturno; a veces se desespera a media frase y la cierra con una muletilla.

El biólogo de conservación es esbelto, guapo, con una labia y una simpatía avallasadoras; juega al lacrosse, es el encargado de actividades sociales del college, tiene una novia guapísima. Buen amigo, leal, divertido. Cae en todas las trampas que la vanidad tiende a los jóvenes inteligentes. Habita un campo académico fruto de la reciente creación de facultades multidisciplinares, que animan tanto a la exploración en profundidad de problemas como al amateurismo de los que saben algo de mucho y mucho de nada. Domina las discusiones de pub con sus disertaciones sobre los diversos problemas que acechan al mundo, y corre como un pollo sin cabeza desdevagas consideraciones sobre "economía" a difusos conceptos de "sociología" pasando por generosos brochazos de "filosofía ética". Cita más a Henry Miller que a su director de tesis, lee ávidamente a Thoreau y a Langston Hughes. Inventa soluciones fantásticas a los problemas del consumismo, la sobrepoblación de la Tierra, la corrupción moral del hombre moderno. Digno retataranieto de la Ilustración, proclama la infalibilidad de "la ciencia" empírica.

El físico nunca habla de su trabajo. Si se le pregunta por su opinión sobre un problema científico, dice: "Como científico, sólo existes para que demuestren que estás equivocado". Las pocas veces que sale, suele comentar la belleza del cielo crepuscular, el brillo de las estrellas. Recibe pocas invitaciones.

Extraña "comunidad", la que incluye a personas tan distintas. Resultará que el verdadero Mago de Oz que se esconde tras la cortina no es ni un hombre venerable ni un peligroso embaucador, sino miles de individualidades sueltas, tan inabarcables e ínfimas, tan fuertes y tan débiles, como todo ser humano. Resultará que manejan los mandos del rostro verde con precariedad.

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