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José García Domínguez

Instrucciones para hacer el indio

El ecologismo ha sabido buscar alojo en esa región del cerebro donde el miedo y el sentimiento de culpa incuban un microclima moral apto para la más pura irracionalidad.

Tras la soberbia escena cómica de Zapatero en Copenhague, cuando dio en hacer el indio parafraseando la famosa carta ful del piel roja Seattle al presidente de los rostros pálidos, hay algo más que simple indigencia cultural. De hecho, bajo la estomagante cursilería de la frasecita yace, incólume, el mito que alimentó el discurso prometéico de la izquierda a lo largo de las dos últimas centurias: la fantasía del buen salvaje. Esa leyenda urbana que ansía recrear la memoria atávica de un hombre "natural", magnánimo, generoso, libre y gozosamente feliz; idílica criatura cuya inocencia primigenia habría de ser corrompida por la vida en sociedad y sus funestos corolarios: el Estado, la división en clases y la propiedad privada.

Desde que aquel trilero de las ideas que respondía por Rousseau ingeniara ese tocomocho antropológico, legiones de traficantes de sentimientos no han cesado de hacer negocio con la misma estafa. En el siglo XX, la utopía, nombre artístico por el que también es conocida, llenó de cadáveres las cunetas de la Historia gracias a los dos hermanos gemelos que entonces la encarnaban: el comunismo y el nazismo. Ahora, el ecologismo, ideología que mantiene una relación con la ecología pareja a la de la velocidad con el tocino, se ha convertido en la nueva expresión política de una fábula siempre igual a sí misma. Y como todas las creencias que se sustentan en emociones, ha sabido buscar alojo en esa región del cerebro donde el miedo y el sentimiento de culpa incuban un microclima moral apto para la más pura irracionalidad.

Es ese milenarismo apocalíptico lo que late detrás de la gansada zapateril, algo en las antípodas doctrinales del muy prosaico principio de que quien contamina, paga. Lejos de eso, se trata de una actualización de la vieja retórica mesiánica de la "explotación del hombre por el hombre", con la nimia salvedad argumental de que al capital opresor le ha dado por extraer la plusvalía directamente de la Naturaleza. No obstante, amigos, "cuando el último piel roja se desvanezca de la tierra y su memoria sea solamente una sombra de una nube atravesando la pradera, estas riberas y praderas estarán aun retenidas por los espíritus de nuestra gente", que diría el ectoplasma de Seattle. O Zapatero, que tanto monta.

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