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José T. Raga

Un esperpento entre grotesco e inútil

Nuestro presidente da un paso más en Copenhague a aquel de la izquierda clásica que proclamaba el principio de que "la tierra es de quien la trabaja", para sustituirlo por el de que "la tierra no pertenece a nadie".

Por el momento no me preocupa afinar demasiado el calificativo que mejor pueda definir la Cumbre de Copenhague, si bien tampoco puedo renunciar a adelantar el que resulta más evidente de todos los posibles: éste es, el de "caro". Y total, para qué.

Todas las noticias que llegan de lo que allí está ocurriendo nos alejan del más leve optimismo, suponiendo que alguien pudiera razonablemente albergar algún atisbo que justificase una actitud optimista. Por extender el despropósito, hasta la convocatoria se sitúa en una nación poco propicia para el tema. Irse a orquestar acuerdos para frenar el calentamiento del planeta a una ciudad con temperaturas muy inferiores a los cero grados, resulta cuando menos chocante. Ya me imagino a los jefes de Estado y de Gobierno tiritando de frío y hablando del calentamiento global.

Y que conste que nada tengo en contra de que la gente se reúna, viaje y disfrute de la ciudad danesa, que mucho tiene que ofrecer en esa materia, pero hacerlo para tratar el calentamiento del mundo que habitamos, es como quejarse de lo mal que marcha el negocio, cuando se reparten cuantiosos beneficios.

Hacer grandes dispendios, más aún en épocas de crisis, en reuniones que a nada conducen, me parece que es un insulto a la razón y un ultraje a la prudencia. Hasta en las reuniones más homogéneas y de ámbito más reducido, donde, además de no estar presentes los bufones, es más fácil llegar a pronunciamientos comunes, por razón de la materia (el G-7, o el G-20, o los Consejo de Ministros de la Unión Europea...), falta tiempo a los dignísimos mandatarios para incumplir lo pactado apenas regresar al propio país; por eso no es extraño lo mucho que se divierten los milicianos anti-sistema, desarrollando los instintos más salvajes, propios de las descontroladas jaurías humanas. Salvajismo que, por otra parte, merece el beneplácito de esperpénticos mandatarios que, con su sola presencia descalifican el encuentro –le llaman "Cumbre" y aún no sé por qué– y mancillan la función política de la reunión que, por otro lado, tampoco es que sea tan evidente.

Porque analicen si no la enjundia de los casi ocho minutos y medio que se le concedió al presidente Rodríguez Zapatero para pronunciar su discurso como documento de referencia para la posteridad, en materia de calentamiento global y medidas para frenarlo.

Cuando uno, español él, repara en el contenido de unas palabras de su presidente del Gobierno –ocho minutos y medio, no creo que merezca el apelativo de "discurso"–, dirigidas a los más altos dignatarios de ciento veinte países, no puede menos de sentir, créanme, aquello que los castizos llamaban "vergüenza torera"; con permiso de los catalanes, que no quiero que se me ofendan por la referencia a la fiesta y a sus protagonistas.

En ese tono campanudo a que nos tiene acostumbrados obsequió, a los que estuvieran despiertos en ese momento, con unas delicias que no sé el impacto que tendrían en quienes no le conocen, aunque sí que imagino la estima con que se recibían por los de casa, por los que le tenemos tomada la medida.

Un presidente que está subvencionando en su país, que es el nuestro, a la ruinosa minería del carbón, se permite con el mayor aplomo exhortar a los allí presentes a dejar atrás los viejos tiempos de las energías basadas en el carbón y el petróleo para pasar a una época nueva de energías renovables, de eficiencia, de ahorro energético y de esfuerzo en el desarrollo tecnológico. Ante semejante órdago, ¿qué pensarán los que le conozcan y conozcan su política energética? Prefiero no pensarlo.

Si el señor Rodríguez Zapatero conociera lo que debería de conocer, sabría que la razón fundamental del fracaso del segundo proyecto Monti para la reducción de CO2 en la Comunidad Europea fue la de querer mezclar el objetivo de reducción de dióxido de carbono con el de eficiencia energética, con un añadido adicional que era el fomento del empleo. Pero quizá que la egolatría de nuestro presidente le lleva a considerar que con anterioridad a él nadie se ha ocupado o preocupado por el tema, o más aún, que nada existía.

Pero no acabaron ahí los pronunciamientos gloriosos. Se enredó el presidente en unos devaneos entre ricos y pobres –supongo que él se incluía en los primeros–, para afirmar que de los dos había demasiados. Y yo me pregunto: me parece bien que considere que muchos pobres son un problema para cualquier sociedad (y, muchos, a mi forma de ver, es cualquier número que pueda haber de los que carecen de lo esencial para la vida). Pero, ¿me quiere decir el señor ZP por qué le molesta que haya muchos ricos? ¿No sería mejor que todos fueran ricos, aunque con ello estuviéramos en el límite máximo de los muchos? Me da la impresión de que esta izquierda envidiosa y sectaria adolece de un cierto componente sadomasoquista, recreando su objetivo político en el mayor sufrimiento de la población, aniquilando, si fuera necesario para conseguirlo, a los que no sufren bastante.

En esa línea, nuestro presidente da un paso más en Copenhague a aquel de la izquierda clásica que proclamaba el principio de que "la tierra es de quien la trabaja", para sustituirlo por el de que "la tierra no pertenece a nadie". Estaría yo dispuesto a aceptarlo, si dado que no es de nadie, nadie está autorizado a ocuparla o a disfrutarla; y con la tierra, todo lo que en ella tiene su origen, es decir, todo. Ya sé que él presume de estar alejado de cualquier consideración religiosa, pero francamente me gusta más lo que dijeron los Santos Padres de que los bienes de la Creación están para atender las necesidades de todos y no de unos pocos; lo que los católicos conocemos como el destino universal de los bienes. Tan sencillo y tan elocuente como eso.

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