Como todos los años, el 6 de diciembre los políticos se agrupan en el Congreso para conmemorar el aniversario de la Constitución. Nuestra Carta Magna recibe halagos por parte de casi todos los dirigentes de prácticamente todas las formaciones. Durante un día, parece que todos se apresten a respetar el ordenamiento jurídico al que ha dado lugar.
Y sin embargo, los mismos que la presentan como un modelo de estabilidad y como una garantía de convivencia democrática, son los primeros que se afanan por violarla, a no respetar ni su espíritu ni su letra.
Porque obviando los flagrantes incumplimientos tantas veces denunciados –como la persecución del castellano en ciertas partes de España o el adoctrinamiento contrario a la voluntad de los padres que se acomete en nuestro sistema educativo– lo cierto es que con la nueva ronda de café para todos que se inició con la aprobación del Estatuto de Cataluña, se asestó un golpe mortal a la esencia y al procedimiento de nuestra Ley de leyes.
A la esencia porque toda la senda de reformas estatutarias ha partido de la premisa de que no existe ninguna nación española, sino más bien una confederación de comunidades nacionales que por los avatares históricos terminaron integrando una misma estructura estatal. Pero la Constitución adquiere su legitimidad, su fuerza vinculante, del hecho de ser un producto de la voluntad de un pueblo: el pueblo español. Sin nación, como conjunto de ciudadanos libres que acepta dotarse de unas leyes comunes, no hay marco jurídico que valga. Tampoco la Constitución de 1978.
Los distintos estatutos, a diferentes ritmos, han negado el carácter nacional de España y, por tanto, han vaciado de sustento a nuestra Carta Magna. Han troceado la soberanía nacional y han convertido la Constitución de allí derivada en puro papel mojado, hasta el punto de que ya se niega la capacidad del Tribunal Constitucional para detectar las inconstitucionalidades de una ley orgánica –que supuestamente emana y queda subordinada a aquélla– como son los estatutos.
Y también han atacado su forma porque si bien nuestra Ley de leyes contiene los mecanismos suficientes para que el propio pueblo español decida suicidarse y renegar de su soberanía, los estatutos, especialmente el de Cataluña, han pretendido modificar la Constitución sin atender a los procedimientos destinados para ello. La estrategia ha consistido, simple y llanamente, en mutar el significado de sus preceptos, en hacerlos lo suficientemente flexibles como para que cualquier cosa tenga cabida dentro de nuestro ordenamiento.
Los mismos que el día 6 recuerdan con la boca pequeña que el texto no es infinitamente elástico, son quienes han diseñado esta estrategia de liquidar el Estado nacional a través de la aprobación de leyes orgánicas que, para más inri, eran simples mandatos maquillados de los parlamentos regionales.
En este sentido, por muchas celebraciones que se oficiaran ayer, la Constitución del 78 supone la persistencia de un fracaso: de un fracaso para limitar el poder del Estado, que es precisamente para lo que se redactan todas las constituciones. En el caso de España, la falta de limitación del poder estatal no se ha padecido tanto en la administración central, que en muchos de sus aspectos sí ha sido desarmada, sino en las administraciones autonómicas, que han crecido como pocas al amparo de la desidia institucional para acotar y restringir sus competencias.
Un fracaso constitucional que, sin embargo, tampoco debería llevarnos a hacer tabla rasa del ordenamiento actual. Las leyes importantes han de tocarse con manos temblorosas y en España hay demasiados políticos con manos muy arrogantes y otros tantos con manos muy timoratas para plantar cara a los primeros. Sólo una reforma constitucional que fuera realmente dirigida a restaurar la soberanía efectiva del pueblo español y a limitar el alcance y el tamaño del Estado –en todas sus manifestaciones– sería una reforma a plantear y a apoyar. Pero parece que todos nuestros gobernantes están interesados en conservar el actual vacío constitucional que permite sacar adelante cualquier legislación por disparatada que sea: unos, porque tienen como objetivo perpetuarse en el poder desmembrando España; otros, porque desean suceder en el poder a los anteriores y para ello han de evitar molestar a quienes quieren desarticular España.