Honduras ha demostrado una vez más que cuando al ser humano se le da la oportunidad, ejerce siempre su libertad. He tenido la gran suerte de ser testigo directo del éxito que han supuesto las elecciones del pasado domingo en este precioso país centroamericano. Puedo dar testimonio personal de que han sido unas elecciones pacíficas, limpias y participativas. La comunidad internacional debería en mi opinión aceptar el veredicto del pueblo hondureño como la mejor base para sacar al país de la grave crisis constitucional que supuso el derrocamiento del anterior presidente.
En la reunión con representantes de la sociedad civil, una señora nos decía que corría el rumor de que la resistencia cortaría el dedo a aquellos que tuvieran la tinta de haber votado. En el trayecto entre el aeropuerto y el hotel en San Pedro Sula no había pared que no tuviera una pintada amenazando de muerte a los que fueran a votar. A pesar de esas amenazas, la situación era de una calma latente. Por eso es especialmente significativo el éxito de estas elecciones. La gente decidió ir a votar a pesar de las amenazas y del temor que flotaba en el ambiente. Los hondureños nos dieron así un ejemplo de coraje cívico del que es bueno tomar nota.
Es cierto que el despliegue del ejército y de la policía nacional era impresionante. Pero la mayoría de las personas con las que hablé consideraban esencial garantizar la seguridad del proceso. No interpretaban el despliegue militar como un intento de interferir en el resultado de las elecciones, sino como una garantía de que quienes fueran a votar lo podrían hacer con calma. No vi militares en ninguna mesa electoral, sino en la puerta de los colegios. El ejército es además la institución que en Honduras tradicionalmente se encarga de la logística de las elecciones. Y para un país con los limitados recursos de Honduras, la organización electoral fue notable.
Las garantías exigidas para ejercer el sufragio son mayores de las que tenemos en nuestro país. Un control exhaustivo de las papeletas, la identificación meticulosa de los votantes, el sellado de las papeletas, la confidencialidad del sufragio. Es más, la cantidad de garantías establecidas para evitar cualquier fraude hacía el ejercicio del voto un acto complejo y lento.
La asistencia a las urnas no fue masiva, pero en las mesas que visité se cerraron con más del 50% de participación, lo que está por encima de las últimas elecciones. En una situación de tensión es una participación más que reseñable y otorga una clara legitimidad a estas elecciones.
En todas las mesas había una pluralidad de los partidos que concurrían a las elecciones. La relación entre ellas era en la mayoría de los casos de una gran cordialidad. No observé ningún incidente destacable entre ellas. La voluntad de participar en las elecciones y de pasar página de la crisis constitucional era mayoritaria.
Lo mejor de estas elecciones es el ambiente que he podido vivir. Las elecciones son en algunas localidades un acontecimiento social. Los vecinos se quedaban en las escuelas tras ejercer su derecho al voto charlando animadamente en corros. Algunos se nos acercaban para preguntarnos de dónde veníamos o darnos su particular visión sobre la situación. No hubo un solo acto o gesto de hostilidad hacia los observadores extranjeros y sí muchas muestras de afecto y agradecimiento por estar allí.
Llegué a Honduras con el convencimiento de que estas elecciones eran la mejor alternativa para salir de la grave crisis constitucional en la que estaba sumido el país. Me fui con la seguridad de que tal y como se celebraron es imposible ignorar la voluntad democrática del pueblo de Honduras. Estados Unidos y otros países vecinos han reconocido ya la legitimidad de estas elecciones. Cuanto antes lo haga el Gobierno español y la Unión Europea, mejor para Honduras y mejor para la causa de la democracia en el mundo.