No hay que viajar al cuerno de África para encontrarse con piratas. Hace tiempo ya que los tenemos delante de las mismísimas narices. Cada día copan los telediarios, las portadas de los periódicos y los boletines radiofónicos. Su objetivo no son los atuneros, son más ambiciosos. Han asaltado las instituciones y ni siquiera piden rescate. Su único objetivo es saquear a la tripulación, los ciudadanos, y hundir el barco, la democracia.
El abordaje comenzó aquel 13 de marzo de 2004. Para ese primer ataque, con buen criterio, el capitán Zapatero puso al mando a su más experimentado y despiadado bucanero: el temido Rubalcaba. Contó a su favor con la torpeza de las tropas rivales, aunque entonces, al menos, intentaban evitar el naufragio. Cuatro años después, bajo el mando del almirante Mariano Rajoy, decidían atracar en Valencia, abandonar la lucha y repartirse el botín con los piratas. Desde entonces, sólo un pequeño e inestable bote salvavidas con bandera color magenta y alguna que otra balsa provista de micrófonos, da cobijo a una resistencia desarmada, que poco puede hacer por salvar el buque.
España, nuestro barco, venía soportando todo tipo de embestidas tiempo ha, pero ni los anteriores capitanes ni la tripulación quisieron asumir que el hundimiento estaba cerca. El casco resistía y la abundancia de víveres permitía una vida alegre y tranquila a bordo. Los pocos que alertaron de lo que se nos venía encima fueron recluidos en las bodegas, o se les tiró por la borda. Sin embargo, los piratas sí conocían bien el deterioro real de la nave. Sólo tenían que atacar los puntos débiles y así lo hicieron. Encañonaron las dos vías de agua que ya hacían zozobrar el buque: la catalana y la vasca. Los daños son irreversibles y la flota pirata navega escoltada por todos los flancos: el político –tras la rendición de Valencia–, el mediático y el judicial. Este último, de gran importancia, capitaneado por María Emilia Casas. Su labor: hacer añicos el eje de flotación de cualquier democracia, la separación de poderes. Misión cumplida.
Ahora, en pleno hundimiento, cuando el agua nos llega a la cintura y los víveres escasean, muchos se tiran de los pelos, pero ya es demasiado tarde. La historia ha demostrado que ningún barco es insumergible. Habrá que construir otro. Mientras, sálvese quien pueda.