He pasado algunos días en los Estados Unidos en lugares tan distintos como Boston y Miami. Creo que hice bien en organizar mi viaje en este orden porque pude así pasar del espíritu cuasi monacal de la universidad de Harvard a la juerga permanente del sur de la Florida (lo contrario habría sido más duro). Pero, aunque, en términos literales, cambié de mundo, en ambas ciudades encontré una circunstancia común: allí estaba Obama. Primero fue una vista a Boston, en la que se reunió con las fuerzas demócratas locales y habló de las energías renovables y de su reforma sanitaria. Pocos días más tarde, un cocktail y una cena en Miami Beach para recaudar fondos para la próxima campaña electoral del partido demócrata, dar ánimos a sus militantes y reforzar a sus candidatos en las próximas elecciones al Congreso federal que, por el momento, no se presentan muy claras para sus seguidores.
Dado que no parece que mi presencia tuviera mucho que ver con la actividad presidencial y que un par de días después el presidente estaba en Virginia haciendo más o menos las mismas cosas, no es difícil llegar a la conclusión de que Obama dedica bastante más tiempo a hacer campaña electoral que a gobernar. Hace diez meses que ocupa la presidencia del país y su caída de popularidad es la mayor que se recuerda en mucho tiempo para un período de mandato tan corto. Se señala, con frecuencia, que una buena parte del problema se encuentra en su proyecto de reforma sanitaria que, si tiene muchos partidarios, tiene también un gran número de detractores; lo que implicará seguramente que se acabe llegando a una solución de compromiso. Esta puede consistir en que se obligue a todo el mundo a tener un seguro médico, pero sin crear un sector sanitario público, lo que dejarían descontentos, por un lado, a las bases demócratas más radicales, a las que les gustaría que los Estados Unidos optaran por un modelo similar al de la mayor parte de los países europeos; y, por otro, a quienes piensan que el Estado no debería entrometerse en lo que cada uno hace con su propia salud.
Pero el tema de la caída del mito Obama tiene mucho mayor contenido. Creo que lo más importante es que mucha gente que en su día lo votó es hoy consciente de que lo hizo por una campaña de los medios de comunicación sin precedentes en la promoción de un candidato. Y de que el presidente es mucho mejor en campaña electoral que resolviendo problemas en su despacho de la Casa Blanca. Es cierto que los últimos datos publicados sobre crecimiento son buenos, mejores que los esperados por la mayor parte de los analistas. Pero existen serias dudas sobre la solidez de una recuperación basada en un fortísimo crecimiento del gasto público y en una política monetaria expansiva que ha debilitado el dólar mucho más allá de lo esperado inicialmente.
Las cosas, en resumen, distan de estar claras. Y cada vez más gente tiene dudas con respecto a la conveniencia de las reformas de mayor calado que plantea el presidente, que pueden introducir cambios importantes en la estructura social de un país que –con buen sentido– sigue desconfiando del papel del Estado como protagonista de la vida económica. Obama, mientras tanto, viaja, recauda dinero y disfruta con sus baños de multitud.