El mejor termómetro para dilucidar si algo se ha hecho mal en cualquier parte del mundo es que Moratinos se felicite por el resultado. Es el caso de Honduras, en que nuestro ministro de Asuntos Exteriores no ha tenido reparo en aplaudir la claudicación de Micheletti ante las pretensiones de un títere de Hugo Chávez, dispuesto a convertir el país centroamericano en una delegación de la tiranía venezolano-castrista a despecho de las leyes y la constitución hondureñas.
Las declaraciones del canciller de Zapatero son, pues, las que se esperan de un Gobierno que deambula por las instituciones internacionales apoyando a las tiranías totalitarias, mientras en el mundo libre acumula cada vez un mayor nivel de desprestigio.
Manuel Zelaya es un lacayo de Chávez y un golpista vocacional, por más que el Gobierno provisional de Honduras haya decidido someterse a un acuerdo que deja en manos del Congreso Nacional la decisión de reponerlo en el puesto del que fue destituido con toda razón, aunque las formas de hacerlo fueran discutibles. El anterior presidente hondureño ni ha renunciado a sus pretensiones de convertirse en dictador vitalicio a imagen y semejanza de su mentor bolivariano, ni ha pedido perdón a sus ciudadanos por el pustch anticonstitucional que estuvo a punto de poner en práctica si las instituciones hondureñas no hubieran actuado a tiempo y con determinación.
La crisis, por tanto, no ha terminado, sino que se encamina hacia una encrucijada muy peligrosa con el órgano legislativo encargado de dictaminar sobre una cuestión de rebeldía institucional que el propio Micheletti, con escasa visión política, se ha encargado de poner en cuestión aceptando el acuerdo con un personaje que no ha ocultado en ningún momento su deseo de convertir a Honduras en un satélite que orbite en torno a Caracas o a La Habana.
Si la destitución de Zelaya fue conforme a la Constitución hondureña, y lo fue, no hay ninguna razón para debatir al respecto por más que las presiones de una tan deletérea como vergonzosa “comunidad internacional” haya decidido inmiscuirse en las cuestiones internas de una nación, cuyos ciudadanos se niegan a recorrer la senda de un socialismo antidemocrático patrocinado desde el exterior.
Por otra parte, si el resultado de la votación parlamentaria es contraria a los deseos de Zelaya, ni él ni sus secuaces la van a aceptar, mientras que si, por el contrario, se decide que el aspirante a dictador hondureño vuelva a ocupar su puesto, es seguro que en esta segunda oportunidad, absurdamente concedida por un apocado Micheletti, no va a cometer de nuevo los mismos errores que frustraron sus pretensiones en aquella primera ocasión.
En cualquier caso, el presidente legal de Honduras ha cometido un error de bulto que sólo puede traer inseguridad jurídica e incertidumbre política a un país cuyos ciudadanos e instituciones dieron un ejemplo de lucha por la libertad y la democracia, deponiendo a Zelaya antes de que consumara su golpe de estado institucional, con Moratinos y Zapatero aplaudiendo desde la barrera. Un motivo más para avergonzarnos de un gobierno cuyo principal objetivo en política exterior es ser aplaudido por todas las tiranías con la única condición de que sean de izquierdas.