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Alberto Recarte

Sobre Suárez y el Rey, el libro de Abel Hernández

Quizá la sombra del fracaso de la Segunda República le pesó demasiado a Suárez. O quizá no, porque finalmente, aunque a costa de su salud, su prestigio y su carrera política, consiguió que los mandos militares golpistas se doblegaran ante el poder civil.

Tiene el autor la ventaja sobre los que han escrito sobre este tema –con la excepción de Josep Meliá– no sólo de haber estado presente, como periodista, cuando tuvieron lugar buena parte de los hechos, sino la de haber participado activamente en la formación de la opinión pública en los momentos más importantes de la Transición.

Es un libro fácil de leer, y engañoso; porque el lenguaje directo, el tono amable y el deseo de resaltar la condición de personas honorables de los protagonistas, enmascaran la dificultad de las relaciones personales entre el Rey y Adolfo Suárez durante buena parte de los casi cinco años en que éste fue presidente del Gobierno. Es, por otra parte, un libro que incorpora nuevos datos sobre la Transición y sobre las circunstancias que llevaron a Adolfo Suárez a presentar su dimisión.

Yo sólo conozco una parte de las relaciones entre Adolfo Suárez y el Rey: el periodo que el autor denomina "El desencuentro", que comienza –al margen de otras discrepancias previas– después de la aprobación de la Constitución y de las elecciones de 1979.

Hay muchas otras personas que saben mucho más que yo sobre estos temas. Y creo que uno de los mayores activos del libro de Abel Hernández es que ha consultado con ellos, por más que no hayan querido identificarse en el texto con declaraciones expresas.

Creo que este libro es una prueba más de que Adolfo Suárez fue un extraordinario gobernante, tanto durante su mandato como presidente no elegido democráticamente, como después de las elecciones de 1977 y de 1979.

Adolfo Suárez se enfrentó en los últimos años de su mandato a cinco problemas. El terrorismo de ETA, el golpismo de parte del ejército, la no aceptación por parte del PSOE de su segunda derrota electoral, que se manifiesta en una campaña legítima de acoso y derribo y otra ilegítima de búsqueda de soluciones al margen de la Constitución para alcanzar el poder; en cuarto lugar, el enfrentamiento entre los principales políticos de la UCD, que criticaban a Adolfo Suárez con ideologías que iban desde la socialdemocracia hasta un supuesto liberalismo de raíces americanas, pasando por la democracia cristiana, vaticanista o no, y el ultramontanismo de los que sostenían que la "mayoría natural" estaba con Manuel Fraga, uno de los grandes perdedores de las elecciones del 77 y el 79. El quinto problema es el que se expone con detalle en este libro: el papel del Rey en el nuevo orden constitucional, sobre el que, en mi opinión, diferían Adolfo Suárez y el propio monarca.

Se ha criticado a Adolfo Suárez su silencio en las discusiones parlamentarias, que constituyen el núcleo fundamental de una monarquía de esa naturaleza. Ese silencio tuvo que ver, en parte, con la incomodidad que le producían los debates abiertos sobre temas en los que se sentía inseguro, amén de que temía el enfrentamiento entre los españoles recién llegados a la democracia. Pero, en su mayor parte, la razón residía en que el grueso de su agenda como presidente del Gobierno se centraba en cómo derrotar al terrorismo de ETA, cómo convencer a los partidos nacionalistas y a la izquierda nacionalista del PSOE de que condenaran con mayor rotundidad la violencia separatista y cómo mantener la disciplina en el ejército, pues tras la aprobación de la Constitución y las elecciones de 1979 los militares golpistas sabían que contaban con poco tiempo para impedir la consolidación de un régimen democrático. Las preocupaciones de muchos militares, golpistas o no, eran el continuado terrorismo de ETA, a pesar de habérsele concedido dos amnistías, una general y otra específica, la eclosión de planteamientos separatistas y la ambigüedad de la izquierda ante este fenómeno, además del rechazo a reducir el papel del ejército a lo que disponía el texto constitucional.

El gran acierto de Adolfo Suárez como gobernante fue el convertirse en el garante del orden constitucional: él fue el político que primero y más profundamente interiorizó la división de poderes y el respeto a la ley que consagraba la Constitución. Y lo hizo antes que el Rey, quien no fue capaz, en mi opinión, de aceptar con la prontitud necesaria ni que sus competencias se habían reducido drásticamente en la Constitución, ni que Adolfo Suárez había pasado de ser su mejor aliado para desmontar el franquismo a representar, con un apoyo parlamentario mayoritario, al pueblo español por encima del papel que había correspondido hasta ese momento a la Corona. Las quejas de muchos militares ante la intensificación de los ataques terroristas y la falta de reacción de casi todos los partidos ante este fenómeno se dirigieron al Rey, al que consideraban su jefe militar, por encima del poder que correspondía legítimamente al presidente del Gobierno. Y el Rey, erróneamente, se convirtió en cauce de esas críticas, en lugar de renunciar a un protagonismo que ya no le correspondía. Un protagonismo que tenía profundas raíces, pues la transformación del régimen franquista en una monarquía parlamentaria fue posible porque el núcleo fundamental del ejército aceptó ese cambio por el respeto que tenían al Rey, al que consideraban como su auténtico jefe supremo, por encima de lo que representaba el Parlamento y el presidente del Gobierno que era, para muchos mandos militares, un traidor.

Las vicisitudes de la carrera militar de Armada explican cómo los desaciertos del Rey en sus relaciones con algunos mandos militares les envalentonaron hasta el punto de creer que el propio Rey aprobaría una intentona golpista. Afortunadamente, la reacción del Rey el 23-F desarmó a los golpistas y dio la razón a Adolfo Suárez en su duro contencioso con el Rey respecto al reparto de competencias entre la Corona y la presidencia del Gobierno.

Lo que quiero resaltar es la suma de problemas a los que se enfrentaba Adolfo Suárez en solitario. No se trataba sólo de la inevitable soledad del poder, sino de gobernar con un partido en el que los dirigentes de las distintas ideologías que se habían integrado en UCD actuaban como si el terrorismo, el golpismo y la transformación del régimen político del franquismo a la democracia hubieran terminado. Y soledad frente a la campaña del PSOE, que llegó hasta la búsqueda de soluciones al margen del orden constitucional. Y soledad frente a la oposición del Rey, crítico con Adolfo Suárez por no ser suficientemente contundente con los que ponían en riesgo la unidad de España, pero comprensivo con un PSOE que aseguraba la estabilidad a la Corona, aunque en su comportamiento político fuera mucho menos decidido que Adolfo Suárez. Una contradicción que tiene que ver, en mi opinión, con la difícil compatibilidad entre la defensa de la Corona y el ejercicio firme de las competencias que implica la Jefatura del Estado.

Esa soledad, descrita en el libro del Abel Hernández, fue muy diferente de la del gobernante que se encierra en una torre de marfil y pierde el contacto con la población. Era una soledad que no podía explicarse. O quizá sí, pero Adolfo Suárez decidió que la profundidad de los apoyos al terrorismo por parte del nacionalismo separatista no debía discutirse en el Parlamento. Decidió que las sucesivas intentonas de golpe no debían, tampoco, discutirse en el Parlamento. Decidió que había que dar tiempo a la mayoría de los partidos nacionalistas y de izquierdas, en particular al PSOE, para que aceptaran plenamente el nuevo orden constitucional. Y, en consecuencia, tampoco se discutieron en el Parlamento las dificultades que suponían los planteamientos rupturistas de muchos partidos con representación parlamentaria.

Adolfo Suárez prefirió intentar convencer de que era necesario acatar la Constitución. Nunca quiso plantearse siquiera, y quizá fue un error, que los conflictos en una democracia hay que discutirlos públicamente y que los comportamientos ilegales de militares golpistas y de civiles revolucionarios o separatistas, aunque estuvieran encuadrados en partidos políticos con representación parlamentaria, debían resolverse aplicando sin contemplaciones las soluciones que preveía la propia Constitución. Quizá la sombra del fracaso de la Segunda República le pesó demasiado. O quizá no, porque finalmente, aunque a costa de su salud, su prestigio y su carrera política, consiguió que los mandos militares golpistas se doblegaran ante el poder civil.

Lo que no consiguió, desgraciadamente, fue una Constitución que asegurara que la estructura fundamental del Estado no fuera modificada subrepticiamente excepto por medio de un referéndum con todas las garantías. Pero este defecto no podía subsanarse sin el apoyo de un PSOE que era, en 1978, un partido que concebía España como una confederación de naciones.

Esos años son los años que Abel Hernández titula como los del "desencuentro" entre el Rey y Adolfo Suárez. Años terribles, años en los que ETA asesinó a cientos de personas. Años en los que el propio Rey, los partidos políticos, el ejército y el poder judicial tuvieron que adaptar su comportamiento a lo que exigía, con todos sus defectos, la Constitución de 1978. Y de todos ellos el que tuvo más claro que era imprescindible el sometimiento a la ley suprema de todas las instituciones fue Adolfo Suárez. Él, como presidente del Gobierno, llegó hasta la dimisión porque, en sus propias palabras, "no quiero que el sistema democrático de convivencia sea, una vez más, un paréntesis en la historia de España".

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