Tras la manifestación de Madrid del sábado, la palabra "consenso" se convirtió en el término político (léase vacuo) del momento. Tanto entre los que reprochaban al Gobierno falta de consenso en la creación de la nueva ley del aborto, los que prometían que su paso por el Congreso ayudará a reformarla hasta hallar un consenso, y los que requetejuraban que ya de por sí era el fruto de un consenso, el vocablo se vio de repente en terrenos del olimpo de la ubicuidad público-discursiva, al lado de estrellas como "tolerancia", "respeto", "multilateral", "esperanza" y demás títulos de discursos de Obama.
A mí el tema del aborto me parece el más enrevesadamente difícil de los debates públicos de hoy en día, y considero dificilísima una verdadera toma de postura para quien no haya partido de una posición inicial muy sólida (sea por influencia familiar o por experiencia personal). Además, y en contra de la mitología izquierdista, es un debate en el que la elección resulta tan compleja para el no creyente como para el creyente, si no más. Y no dudo de que la mayoría de personas que no parten inicialmente de ninguna convicción asentada en este tema acaban decidiéndose en base a la comodidad (o sea, a favor) y no tanto a la verdadera creencia ética.
Y es que en la raíz del problema del aborto se encuentran dos fuerzas fundamentalmente irreconciliables: la moral y la pragmática. Y encima no en versiones atemperadas sino en sus expresiones quizás más absolutas. Porque cuando digo pragmática no lo digo sólo en el sentido más o menos trivial (la comodidad vital, la conveniencia del individuo, etc.) sino también en el sentido más radical y absoluto: el reconocimiento de la existencia humana como fenómeno biológico y animal. En realidad y en cierta medida el tema del aborto revela la desnudez de la emperatriz Ética, ya que es fácil considerar a la persona humana sagrada e inviolable cuando se nos presenta como un ser extraordinario y único en su alteridad, pero, ¿y cuando es simplemente una acumulación de células? Grabada se me ha quedado la opinión de un amigo científico: "Todo lo orgánico es vida. Las células son vida. Mira", dijo mientras se frotaba una yema del dedo contra otra, "acabo de cargarme un montón de células, de forma arbitraria e injusta. ¿He cometido asesinato? ¿No? ¿Entonces por qué hay algunas células que importan más que otras?". La conclusión de que siempre somos, al fin y al cabo, nada más ni nada menos que acumulaciones de células, es ineludible. El debate del aborto muestra, mejor que ningún otro, la vida humana como una categoría a la que sólo nosotros, de forma subjetiva, añadimos un valor mayor que el que le da la dinámica de la naturaleza. Pero al mismo tiempo, renunciar a ese valor impuesto significa renunciar a una de las cosas que más valía proporcionan a la civilización humana, a una de las cosas que más nos puede levantar por encima de nuestra indudable animalidad.
O sea: enrevesadísimo. Por esto el consenso que todos los políticos o están reclamando o prometiendo acometer o prometiendo haber acometido ya parece otra nada sorprendente trampa retórica. Porque un verdadero consenso en el tema del aborto es imposible. La disparidad de opiniones y objetivos entre los manifestantes del sábado lo demuestra (¿contra la nueva ley, contra la ley existente, contra el aborto en general?). Las fuerzas antagónicas que se enfrentan en este asunto sólo pueden hallar el consenso del "agree to disagree" (título de la política exterior de Obama), o sea, la coexistencia producida por el cansancio, en la que un lado suele ganar ligeramente y la situación, imperfecta, se va normalizando poco a poco. En dos palabras, el desacuerdo consensuado. El gobierno, a través de su ceguera y su intransigencia, ha barrido de un plumazo ese peculiar consenso que ya se había establecido en la sociedad española. Sólo podemos suponer que no para encontrar uno nuevo, sino para imponer el suyo.