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José García Domínguez

Sobre la muerte de España

La resultante que se me antoja más verosímil no pasaría por procesos de estricta independencia formal, sino por la primitiva idea de los catalanistas: el cuarteamiento de la soberanía bajo el manto ornamental de una monarquía.

El siguiente artículo ha sido solicitado al autor por los oyentes de Es la Mañana de Federico.

Planteada la hipótesis del colapso definitivo de la soberanía nacional española, se suele apelar a un día después marcado por tres alternativas: el escenario balcánico, definido por un enfrentamiento armado al que debería dar algún tipo de salida política la comunidad internacional; la asunción de un modelo confederal de facto, apelando a una ficción nacional más o menos similar a la que ahora mismo rige en Bélgica; o, tercero y último, la concatenación de divorcios amistosos, al modo de lo que sucedió en la difunta Checoslovaquia, que alumbraran cuatro nuevos Estados en la Península, Cataluña, Galicia, el País Vasco y otro con los retales de lo que quedase de España. Personalmente, tiendo a imaginar que el futuro mediato podría bascular entre la primera y la segunda. Así, la salida bélica, si bien improbable no creo que fuese imposible. A mí juicio, cualquier veleidad a propósito de los Països Catalans por parte de una eventual Cataluña soberana nos conduciría fatalmente a ese terreno.

Por lo demás, la resultante que se me antoja más verosímil no pasaría por procesos de estricta independencia formal, sino a través de una forma jurídicamente actualizada de la primitiva idea de los catalanistas: el cuarteamiento de la soberanía bajo el manto ornamental de una monarquía redefinida con tintes "austriacistas". Al tiempo, preveo que el principal foco de conflictos centrífugos en el siglo XXI volverá a ser el mismo que en el XIX: Cataluña. A ese propósito, el lento declive final de ETA pondrá otra vez en valor el aserto de que en el País Vasco el gran problema es policial, mientras que en Cataluña sería político. Por cierto, una variable que subyace tras esa diferencia, y que suele ser obviada en casi todos los análisis, es la demográfica. Pues, con apenas tres millones de habitantes, resultaría muy arduo lograr que fuese sostenible un Estado capaz de gestionar todas las competencias que ahora asume el español.

Repárese si no en el estudio que, dirigido por Mikel Buesa, llevó a cabo la Universidad Complutense de Madrid con tal de cuantificar los efectos económicos del "plan Ibarretxe". Realizado en 2001 a partir de una muestra representativa de las medianas y grandes empresas que tienen su sede en el País Vasco, sirvió para descubrir que una de cada cuatro de esas sociedades mercantiles se planteaba trasladar su sede a otro lugar de España si el proyecto llegase a materializarse, algo que implicaría una súbita reducción del PIB vasco próxima al 20 por ciento. Fulminante contracción que, entre otras consecuencias, forzaría al definitivo impago de sus haberes a los 437.000 pensionistas de la Comunidad Autónoma.

Descalabros, en fin, a los que habría que añadir la salida automática tanto de la Unión Europea como de la Organización Mundial del Comercio, tal como le ocurriera a Argelia cuando, tras desgajarse de Francia, pretendió que su territorio siguiera siendo miembro de pleno derecho de la CEE. En consecuencia, al margen de tener que crear una moneda local que sustituyese al euro, todos los productos que las empresas vascas quisieran comercializar a más de cincuenta kilómetros a la redonda, estarían sometidos a los aranceles que el Gobierno de España considerase procedentes. Asunto nada baladí considerando que 55 céntimos de cada euro que entra en el País Vasco en concepto de "exportaciones" procede del resto de España. Diagnóstico muy similar cabría en el caso gallego y, con algunas diferencias de matiz, en el catalán.

Veremos. Y eso es lo peor: que nuestra generación lo va a ver.

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