La era del acceso
El servicio de Spotify cumple con casi todos los requisitos que se le pueden pedir a este tipo de servicios: base gratuita, software no ligado a hardware, tarifa plana, calidad, y características sociales para compartir listas de reproducción.
Hace casi 10 años Jeremy Rifkin dibujaba, en La era del acceso, un mundo en el que la propiedad era secundaria respecto al acceso a bienes, productos y servicios, algo que ya se intuía claramente en el mundo de la empresa y que Rifkin anticipaba para el resto de consumidores. Las reflexiones y profecías de Rifkin merecen ser revisitadas en 2009, tras una década de excesos, precisamente, en lo que concierne a la propiedad entendida en sentido clásico. En internet, el pago por el acceso ha sido consustancial al medio desde su creación, y hasta cierto punto ha creado mucha confusión en muchos sectores. El de los contenidos es el más notorio (aunque no el único).
Precisamente este sector –y sus propios usuarios– han tenido que recorrer un camino hasta abrazar los nuevos paradigmas del acceso. Muchos consumidores hace años que no pagan por la propiedad de soportes de contenido, se limitan a descargar y llenar sus discos duros de contenido de consumo fugaz o coyuntural a través de redes de intercambio, páginas de descarga, tiendas de música digital (tipo iTunes) u otros métodos de consumo. Las discográficas han tropezado una y otra vez con la venta de música en la red, y aún venden a través de tiendas como iTunes canciones con esquemas de precios similares a los del CD, y venden la "propiedad" del uso de la canción como si de un CD se tratase. Tras el fracaso de los esquemas de DRM el usuario ha salido ganando, pero el planteamiento de los precios sigue siendo poco realista. Lo que cabe plantearse es si pagar por la canción tiene sentido, o si tiene más sentido pagar por el acceso a la canción. Ya hace años surgieron modelos de negocio de consumo de música que mezclaban la venta de canciones con una especie de "alquiler" mensual para descargar ilimitadamente música, y disfrutarla en el ordenador o en reproductores "compatibles" con un formato con DRM. La idea no iba mal encaminada, pero no tuvieron excesivo éxito, precisamente porque exigían para su reproducción más allá del PC la compra de aparatos compatibles con ese DRM, y la música se perdía tan pronto el cacharro quedaba desfasado o se daba de baja la suscripción (los derechos digitales expiraban). Hoy persisten algunos servicios con este modelo como Rhapsody, Zune Marketplace o el legendario y reconvertido Napster. Pero son un modelo imperfecto: en un mundo en el que la conectividad tiende a ser ubicua (vía wifi o 3G) y la red empieza a ser transparente (cada vez hay más dispositivos conectados a ella sin que nos percatemos), lo que tiene sentido es un modelo completamente abierto (a todo tipo de aparatos), sincronizado (entre multitud de dispositivos), de acceso total y ciertas posibilidades de descarga para los dispositivos que estén más limitados en conectividad. El DRM se convierte, en un contexto así, en algo prescindible.
En el mundo del cine o de la industria editorial el planteamiento debería ser diferente aunque con bases parecidas, ya que la experiencia de ver una película o leer un libro es, por lo general, una experiencia única y no recurrente como en el caso de la música. Vender DVDs o libros de papel, periódicos, revistas, etc... (soportes) queda en segundo plano frente al acceso a dicho contenido (de ahí las caídas en circulación de periódicos y revistas, y la dificultad del cine o la televisión de competir con la inmediatez de las descargas). Además, las salas de cine no se han actualizado tecnológicamente (las salas con proyectores digitales o las salas 3D se cuentan con los dedos de la mano) y la experiencia de ver una película en el cine es cada vez peor comparativamente que la de verla en casa con las sofisticadas pantallas de televisión actuales. Frente a esto, en Estados Unidos van surgiendo alternativas comerciales tipo Hulu para ver series online por streaming. El cine debería seguir el mismo camino, ya que las iniciativas comerciales de descargas de películas con DRM (Amazon Unbox, por ejemplo) han fracasado claramente por su incapacidad de saltar del ordenador al televisor (con la posible salvedad de Apple TV, de éxito moderado). La apertura y la conectividad son la clave. En el caso del libro ocurre lo mismo, la titánica lucha que libran Google (que distribuye libros en formato estandar y compatible con cualquier lector) y Amazon (que vende libros con un férreo DRM válidos sólo para el Kindle) determinará los próximos pasos de esta naciente industria, pero no me sorprendería la aparición de "bibliotecas" virtuales que "presten" libros por un fijo mensual. El esquema actual de venta de libros a precios que claramente no recogen la reducción en los costes que supone la distribución electrónica no debería durar mucho, aunque este sector se enfrenta ahora a una reconversión que en el mundo de la música empezó a dirimirse a finales del siglo pasado. Aún les queda un largo rosario de errores.
Pero probablemente el modelo que más ha acertado (y no del todo) en todo este esquema es el de Spotify, una herramienta de consumo de música (con componentes sociales y P2P pero sin problemas legales) que tiene una base gratuita financiada con publicidad, y unos servicios añadidos de pago que la convierten en un modelo interesantísimo y por el que merece la pena pagar, ya que se acerca a aquel música casi gratis que comentábamos hace unos años. Recientemente se han presentado sus versiones para iPhone, iPod Touch y Android (los sistemas operativos móviles más preparados para este nuevo esquema de consumo de contenidos), que permiten tanto escuchar en streaming el gigantesco repertorio musical del servicio como almacenar parte de la música para su escucha offline. La única pega es, probablemente, que los artistas perciben muy poco dinero y las que salen ganando, como en el siglo XX, son las intermediarias, algo que habrá de cambiar ya que la nueva dimensión del sector así lo exige. Pero el modelo, aún pendiente de ser validado por el mercado, puede marcar el futuro en lo relativo al consumo de contenidos, y por primera vez se hace más atractivo tecnológicamente que el P2P o las descargas, en un contexto en el que el acceso inmediato al contenido sin límites es más valioso que la descarga y lo que conlleva (buscar, esperar, almacenar).
La era del acceso, en vías de cambiar el panorama de otros sectores como el del software, debe ser la tabla de salvación de una industria que, en primer lugar, tiene que darse cuenta de que el futuro pasa por olvidar los momentos de gloria del siglo pasado.
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