Bajo la prosaica apariencia de un simple Comité Federal, otro más, el PSOE acaba de concelebrar el genuino Suresnes del zapaterismo, un punto y aparte en el relato de la organización llamado a marcar la definitiva ruptura política, ideológica y generacional entre la antigua ortodoxia socialdemócrata y ese vago radicalismo anómico que encarna el presidente del Gobierno. De ahí que la crónica de la muerte anunciada de Prisa no sólo augure el colapso de un conglomerado de poder político y empresarial, sino algo mucho más trascendente, a saber, el ocaso de la cultura dominante en la izquierda española desde el final de la dictadura. Histórico cambio de guardia ante el que, por cierto, no cabría reacción más necia que alegrarse.
Pues quienes hayan de sustituirlos serán peores. Nadie se llame a engaño: detrás de Roures no llegará Trotsky, sino Leire Pajín. Ergo, la nada. A fin de cuentas, el viejo socialismo nunca dejó de reconocerse como una rama herética de la tradición ilustrada. Así, por muy iconoclasta que se quisiera, jamás dejó de compartir valores esenciales con el canon que decía repudiar. Invisibles puntos de tangencia lo unían a él. Era una connivencia tácita que, por ejemplo, pasaba por el común rechazo a la suprema superstición posmoderna, ese relativismo cultural que ordena, imperativo, la extinción de todos los absolutos, sean del orden que sean. La antítesis, en suma, del indigesto cóctel a base de sentimentalismo kitsch, odio a Occidente, indigencia formativa y retórica huera que retrata hoy a la izquierda realmente existente.
Ésa que ha sustituido el repudio del capitalismo por el rechazo gratuito hacía los valores que informan la civilización burguesa. Irving Kristol, aquel viejo progresista "asaltado por la realidad" que acaba de morir, quizá fue el primero en comprenderlo: el peligro ya no viene representado por el socialismo, sino por lo contrario, su desaparición de la escena sustituido por el adocenado nihilismo de sus albaceas. En el fondo, el gran drama de Cebrián es ése: El País ha incubado a varias generaciones que ya no pueden leer El País porque les resulta demasiado difícil y no lo entienden. Son sus hijos, pero prefieren La Sexta y Público, un tebeo plagado de caricaturas, mantras antioccidentales y consignas maniqueas al alcance de cualquier encefalograma plano. ¿Cabría un final más triste?