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Javier Moreno

Cien millones de muertos

Levantar el puño en un evento político simboliza aprobar retrospectivamente la muerte de 100 millones de personas.

Redondear en estas cosas es macabro, pero fueron en torno a 100 millones los muertos del comunismo en el siglo XX . Ningún cuerpo de ideas acumuló tantos cuerpos humanos en fosas comunes. Entre esos hombres y mujeres muertos había algunos de los llamados "enemigos de clase", o "del pueblo", pero la mayor parte eran los fallidos proyectos de hombres y mujeres nuevos, a los que sólo tras un sumario juicio sin posibilidad de réplica o defensa se les denominaba también "enemigos de clase". La utopía de la igualdad de los hombres llevó a la pesadilla de la igualdad en la miseria, cuando no en la muerte.

La vanguardia de la revolución, en aquellos tumultuosos años de principios del pasado siglo, alzaba el puño en señal de amenaza. Y no fueron pocos los que acabaron en los brazos de los fascismos y nacionalsocialismos buscando protección y seguridad ante el maximalista envite de los comunistas. No es sólo que los extremos se toquen, es también que unos excesos llevan a los contrarios (entendiendo por contrarios los realizados "a la contra", como reacción).

Levantar el puño en un evento político simboliza aprobar retrospectivamente la muerte de 100 millones de personas. Por supuesto ninguno de los que levantaron el puño recientemente en nuestro país, ante las cámaras, amantes de la paz universal, reconocería como propia tal barbaridad. O bien las cifras están mal, o bien se traicionaron los ideales, o se trata sólo de un gesto sin contenido ideológico y lo otro historia, o ya se nos ocurrirá otra cosa. Defendemos una sociedad plural, social y ecológica, sepamos o no lo que es eso, ni el precio que hay que pagar por ello.

Los 100 millones de muertos no sólo deben de ser enterrados bajo tierra, físicamente, como lo fueron, sino también metafóricamente, en nuestras mentes, en nuestras conciencias y en las de las venideras generaciones. No debe quedar ni uno en la superficie de nuestros superficiales pensamientos, salvo como adorno retórico para parecer ecuánimes en algún debate difícil (sí, admitimos que el socialismo real fue un error). Así podremos repetir la historia sin enterarnos de nada. Recordamos selectivamente a Hitler en el imaginario colectivo como el monstruo entre los monstruos mientras fomentamos el antisemitismo y la islamofilia, sin advertir contradicción alguna.

Pero si realmente detestan tanta muerte nuestros socialistas, ¿por qué el puño, entonces? Es parte de un ritual que sólo los iniciados pueden entender "correctamente", es decir, considerar coherente, cegados como están por las emociones tribales. Se une a otros gestos, ademanes, retóricas e indumentarias. No llevar corbata es muy importante en un mitin, e incluso en un informativo de una TVE "plural" (esto es, progresista). Culpar de los males del mundo a la codicia de unos pocos –alentando la de los más– es una fórmula recurrente... etcétera, etcétera. Y levantar el puño, por supuesto, es decirle al mundo que somos idealistas e igualitaristas a ultranza, y que luchamos por ello (sin violencia, claro).

Un antropólogo "objetivo" que asista a uno de estos espectáculos tendría necesariamente que explicar todo lo que en ellos se escenifica como una burda representación, que oculta las verdaderas intenciones, creencias y deseos de los actores. No es ya que se vean impotentes para realizar unos ciertos ideales, es que son unos cínicos que se dirigen a quienes aún los tienen, por candidez o ignorancia, para engañarlos y obtener su voto, su parte alícuota de poder democrático, que es lo único que les interesa verdaderamente. Para ello no hay más que ver cómo se comportan entre los bastidores de la comedia política, cómo viven, dónde, cuánto gastan, con quién se relacionan... No son nuestras palabras sino nuestras elecciones cotidianas las que mejor nos definen. Y la contradicción entre unas y otras da la medida de nuestra hipocresía (llamémosla hiprogresía).

No, definitivamente no son lo mismo el saludo fascista que el comunista. Tampoco son lo mismo Josué, el "neonazi" que no se reconoce como tal, que Carlos, el antisistema orgulloso de serlo. Los últimos miembros de cada par gozan de una valoración más positiva, y tienen por ello un mayor derecho a sus excesos, reconocido retrospectiva y prospectivamente –con independencia de si su barbarie es mayor o menor que la de los otros.

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