¡Qué raros somos los humanos! Mientras media España se rasga las vestiduras por el botellón adolescente contra la policía de Pozuelo, uno no cabe en sí de gozo. Han oído bien: estoy contento, muy feliz. No por los destrozos, ni por la humillación a nuestras fuerzas de seguridad, sino por la toma de conciencia de medios, padres y políticos. Y sobre todo, porque han visto en la dejadez de padres y escuela, la causa primera de la irresponsabilidad de una generación de adolescentes que lo quieren todo sin responsabilizarse de nada.
Hemos tocado fondo. Y esto es lo importante, porque la solución de un problema sólo comienza cuando se toma conciencia de él y, muchas veces, como es el caso, solo se toma cuando los estragos empiezan a ser insoportables para todos. De ahí mi satisfacción, porque después de dos décadas de escribir y denunciar la deriva adolescente de la filosofía LOGSE, adobada por el nacionalismo de Pujol y el progresismo demagógico socialista, pierde la máscara en la kale borroka pija de Madrid. ¿Dónde si no? Nos hemos pasado las tres últimas décadas de ikastolas y kale borrokas nacionalistas sin que nuestros responsables políticos vieran en sus excesos más que la respuesta política al centralismo de una España insensible a la descentralización. Han destrozado vidas y haciendas, pero ni les llamaron pijos, ni buscaron el origen de su nihilismo en la educación de padres y escuela. Nos hemos pasado las últimas tres décadas de inmersión nacionalista en Cataluña sin que nuestros políticos vieran ni atajaran cómo crecía una adolescencia cada vez más radicalizada contra la Constitución española y sus símbolos culturales. Ha tenido que ser la adolescencia niñata de Madrid quien nos despierte. ¡Santo cielo, cuánto adolescente político cuarentón! ¿Es que no era patente que la escuela generaba adolescentes ociosos e irresponsables a fuerza de ignorantes en las comunidades no nacionalistas, y adolescentes igualmente ignorantes en las comunidades nacionalistas con el botellón diario de la estelada y el "derecho a decidir"?
Me he repetido tantas veces sobre el particular que hoy quiero recordar lo evidente ya escrito hace diez años en El Periódico de Cataluña sin más crédito que el descrédito de toda esa casta nacionalista enmascarada tras el "progresa adecuadamente" y la letra de "Els Segadors".
La riqueza, el arte, la salud, la libertad son consecuencia directa del conocimiento acumulado de generación en generación. Nunca nadie disfrutó como nosotros de sus frutos, pero tampoco existió antes generación menos avisada de sus trampas. Y aún peor, el sistema educativo que habría de evitarlo es precisamente el máximo culpable. Día a día, nuestros centros escolares se desmoronan como universidades del saber y se convierten en patio de recreo y contención con graves problemas de convivencia donde cada vez es más difícil la tarea imprescindible y primera: impartir conocimiento. Junto a ella, padres y basura televisiva deconstruyen cada uno de los valores ilustrados que fueron y aún son causa de nuestro bienestar y de nuestra capacidad crítica. Lo intuyó ya Ortega y Gasset a principio de siglo en el capítulo de La rebelión de las masas, de nombre revelador, "El señorito satisfecho":
La civilización (...) permite al hombre medio instalarse en un mundo sobrado, del cual percibe solo la superabundancia de medios, pero no las angustias. Se encuentra rodeado de instrumentos prodigiosos, de medicinas benéficas, de Estados previsores, de derechos cómodos. Ignora, en cambio, lo difícil que es inventar esas medicinas e instrumentos y asegurar para el futuro su producción...
No es culpa de nuestros alumnos confundir la sociedad del bienestar con la naturaleza de las cosas. Es lo que han visto siempre. Sus padres, sus abuelos tuvieron carencias claras y si no las tuvieron las vieron en la mayoría de la sociedad española. Esforzarse en un mundo así era tan natural como no hacerlo en el mundo regalado que ellos han heredado. Sus mayores encontraban en el estudio una conquista personal y, los más progresistas, una utopía social. Hoy nuestros adolescentes van a la escuela como antes se iba al servicio militar, obligados. Rechazan la memorización de las tablas de multiplicar porque son incapaces de adivinar los innumerables peldaños que deben ser recorridos para llegar a la magia de un puente sobre el abismo. Nadie tiene por qué comprender un proceso sin recorrerlo.
Posiblemente les ocurrió lo mismo a sus abuelos, pero estos no encontraron en el sistema escolar disculpas, ni en sus padres cobijo para la pereza. Todo lo contrario del universo psicológico que impregna hoy el sistema educativo. En nombre de conceptos como "integración" o "derecho a la diversidad", aparta del saber a quienes tenían predisposición a hacerlo y nos entregan a la desolación de quienes se niegan a estudiar. No es una cuestión de medios, sino de fundamentos teóricos: en cuanto padres y alumnos se han percatado de que nadie puede obligarles a repetir curso aunque suspendan todo, la apatía, el desinterés y la irresponsabilidad se han adueñado de nuestros escolares. ¿Por qué habrían de hacer los deberes, estudiar fórmulas enrevesadas o leer y comprender a Shakespeare? La televisión, el mp3, el teléfono móvil, y mil oportunidades más y mucho más interesantes adulan su vida sin pedirles nada a cambio; ni siquiera el dinero para comprarlo o alimentarlo, de eso se encargan sus padres. En cuanto se han dado cuenta que desobedecer, faltar a clase, mofarse del profesor o maltratar a otro compañero no tiene efecto punitivo inmediato a causa de un sistema burocrático de infinidad de derechos y escasos deberes, tienden a repetir la insociabilidad y a contagiarla al resto, pues a menudo encuentran en ella su autoestima. Huelga decir que una vez el profesor ha perdido la autoridad, se hace imposible la transmisión del conocimiento y la clase queda a merced del despotismo cruel de quienes aún carecen de la socialización mínima para prever el alcance de sus actos.
El actual sistema educativo ha marginado los contenidos y desautorizado el esfuerzo en nombre de la integración y los ritmos de aprendizaje. El resultado ha sido el desprecio del saber y la generalización de la irresponsabilidad. De tanto querer proteger al alumno de baremos cognoscitivos que pudieran humillarlo y marcarlo fatalmente a edades inadecuadas han logrado convertirlo en un discapacitado psíquico, incapaz de realizar tarea alguna o de enfrentarse al más mínimo revés o sacrificio. Sabemos que la frustración es mala, pero su ausencia absoluta nos impide madurar. Y es evidente que la adquisición del conocimiento ha sido la primera víctima. Recuerden lo que decía Karl Popper sobre ello:
Imaginemos que nuestro sistema económico, incluyendo toda la maquinaría y todas las organizaciones sociales, fuera un día totalmente destruido, pero que el conocimiento técnico y científico se conservase intacto. En este caso, no cuesta concebir la posibilidad de una rápida reconstrucción a breve plazo. Pero imaginemos ahora que desapareciese todo conocimiento de estas cuestiones, conservándose, en cambio, las cosas materiales. El caso sería semejante al de una tribu salvaje que ocupara de pronto un país altamente industrializado, abandonado por sus habitantes. No cuesta comprender que esto llevaría a la desaparición completa de todas las reliquias materiales de la civilización.
Convenzámonos, cada generación lo ha de aprender todo, desde el conocimiento técnico a la defensa de la libertad. Pero si bien el fracaso del primero sólo perjudica a quien no lo adquiera, el olvido de la segunda pone en peligro la libertad de todos. Porque la libertad, la autonomía personal, el respeto a las normas cívicas o la convivencia democrática no se compran en los supermercados, se adquieren desde la infancia y deben ser sostenidos por todos cada día. En los años 60 valía todo porque nos sobraban valores heredados. Quizás debamos volver a poner límites si no queremos acabar con policía en nuestras aulas.