La reunión de mandatarios sudamericanos en la ciudad andina de Bariloche con motivo de la cumbre de Unasur no ha terminado como el autócrata venezolano Hugo Chávez tenía previsto. Llevaba en el maletín la condena del acuerdo que su homólogo colombiano, Álvaro Uribe, ha firmado con los Estados Unidos. Aspiraba a laminarle públicamente con el apoyo incondicional de sus parroquianos habituales, del boliviano Morales y, especialmente, del ecuatoriano Correa -enfrentado recientemente con Colombia-, pero, contra todo pronóstico, ha salido de Bariloche con el rabo entre las piernas esperando mejor ocasión de ajustar cuentas con su archienemigo y vecino.
El acuerdo que Uribe ha suscrito con Obama no tiene nada de anormal y entra dentro de la lógica diplomática. Colombia es un país azotado por dos lacras: el terrorismo guerrillero y el narcotráfico, ambas interrelacionadas y conviviendo en estado de perfecta simbiosis. Para los norteamericanos el verdadero problema no es tanto la guerrilla que, a fin de cuentas, no les afecta a ellos, como el tráfico de drogas, bestia negra de todas las administraciones norteamericanas desde hace medio siglo. Es por eso que Uribe no tiene nada que explicar y nada de lo que avergonzarse. Muy a diferencia de Chávez, padrino oficioso de las FARC, una organización terrorista cuyos vínculos con el narcotráfico son bien conocidos.
Pero Uribe no se ha conformado con asistir cabizbajo al festival de demagogia y antiamericanismo desatado por Chávez y sus trasuntos boliviano y ecuatoriano. Muy al contrario, ha puesto al mal tiempo buena cara consiguiendo dar la vuelta a una cumbre cuyo primer y único punto del orden del día era someterle a un infame linchamiento verbal con el beneplácito de la anfitriona, Cristina Fernández de Kirchner, y el aplauso del resto de líderes políticos de la región; todos, salvo excepciones contadas, atemorizados por el ímpetu bravucón de Hugo Chávez.
El episodio de Bariloche es uno de los primeros síntomas de que al chavismo, poco a poco, se le van viendo las cartas. Los aspavientos, insultos y escenas circenses tan propias del presidente venezolano empiezan a hartar en Hispanoamérica. Su estrategia maestra, que consiste en resucitar el socialismo aliándose con cualquiera que sea anticapitalista, sin importar si éstos son furibundos islamistas como los iraníes o ex comunistas reconvertidos como los rusos y los chinos, está ya tan a la vista de todos que sus proyectos carecen de la más mínima credibilidad incluso para antiguos amigos de la causa, como el brasileño Lula da Silva.
Esto, sumado al indigno papelón que Chávez jugó en el golpe hondureño de este verano, viene a confirmar que Chávez ya no es novedad sino rutina y que su expansionismo y ansías incontenibles de meterse en todo forman parte de la receta bolivariana. Hace unos años se pensaba que sólo los Estados Unidos podrían evitar que Hispanoamérica fuese de nuevo pasto del populismo dictatorial. Washington, tal y como ha hecho en Honduras, se inhibe y están siendo los propios hispanoamericanos los protagonistas de un rechazo que aumenta de un modo sostenido en todos los países, incluyendo, naturalmente, en los que el chavismo en sus distintas variantes se ha hecho con el poder. Y esto, se mire desde donde se mire, es una buena noticia.