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Cristina Losada

Los intocables

Si los hijos de Joe y Rose Kennedy inauguraron una era fue la de los hombres públicos sabedores de que el centro de gravedad de la política se había desplazado a los medios de comunicación y actuaron en consecuencia. Les dieron lo que deseaban.

La fábrica de lugares comunes es, además, o tal vez por eso, una fábrica de mitos. De ahí que nos comunique lo previsible en la muerte de Edward Kennedy. Dicen que marca el fin de una era y dejan sin respuesta los interrogantes: ¿De qué era se trata? ¿Cuándo comenzó? El mito es atemporal. Términos como leyenda, icono y glamour trenzan la jabonosa esquela. Los Kennedy, desde luego, fueron criados a conciencia para cumplir ese papel. Y las ambiciones y expectativas depositadas en ellos cumplieron el suyo en el dramatismo del destino de la progenie. Su carisma está relacionado con la muerte. Con lo que se ha llamado la maldición de los Kennedy.

Asomada a los obituarios de urgencia, observo una continuidad. El periodismo siente ahora el mismo respeto profundo e intuitivo por los miembros de aquel clan que en la época en que se dejó hechizar por sus encantos. Y es lógico el agradecimiento. Si los hijos de Joe y Rose Kennedy inauguraron una era fue la de los hombres públicos sabedores de que el centro de gravedad de la política se había desplazado a los medios de comunicación y actuaron en consecuencia. Les dieron lo que deseaban.

El hechizo ha sido duradero y borra cuantas manchas pudieran ensombrecer el aura. Lo ha hecho en forma desmedida con la presidencia de JFK. No importa cuán desastrosa fuera ni que en su currículo se encuentren episodios tan terribles como el cobarde abandono de los cubanos enviados a la bahía de Cochinos y otros tan políticamente incorrectos como la guerra de Vietnam. El presidente asesinado en Dallas es un héroe indiscutible, incluso en el olimpo del anti-americanismo. Él, que fue un anticomunista medular.

Hoy vuelve a ejercitarse el mismo piadoso olvido con el senador fallecido. Se pasa como sobre ascuas por su accidente de coche
en Chappaquiddick, en el que murió ahogada su acompañante, y se cubre su vergonzosa conducta tras el suceso. La incongruencia salta a la vista, pues aquel incidente determinó que los Estados Unidos no volvieran a disfrutar de –ni a padecer a– un Kennedy en la Casa Blanca. Conocemos bien, gracias a la prensa, los problemas con el alcohol de George W. Bush. Hasta hemos sabido de los devaneos de Clinton con la becaria. Sólo los Kennedy son intocables. Para su desgracia.

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