Si antes de meterse en ese jardín de las escuchas de oídas Cospedal, más prudente, hubiera apelado a la intuición femenina como prueba indiciara suficiente de sus temerarios asertos, ni España constituiría ahora mismo un sórdido Estado policial, ni la siniestra Inquisición del siglo XIX (Manuela de Madre dixit) habría vuelto a sentar sus reales en la provincia de Pontevedra y parroquias limítrofes. Pero como nada hay más castizo aquí que el clásico sostenella y no enmendalla, aquel inoportuno lapsus de la mano derecha de Rajoy ha vuelto a abrir la veda del eterno esperpento ibérico.
Así, tras certificar en persona la fatal agonía del Estado de Derecho a raíz de ese asunto, al heroico líder de la resistencia le ha faltado tiempo para volver a desparramarse sobre una hamaca y seguir leyendo el Marca. Y es que en la permanente reyerta de muleros que, entre nosotros, sustituye al debate político civilizado, a nadie importa ya que no exista relación alguna, ni siquiera casual, entre aquello que se piensa, aquello que se dice y aquello que se hace. De ahí, sin ir más lejos, que el ingenuo querubín Rubalcaba ose tildar de "gravísima infamia" (existen infamias leves, al parecer) la mera sospecha de que el portavoz del Gobierno del GAL y las inhumaciones en cal viva pudiera incurrir en alguna irregularidad legal. ¡A quién se le podría ocurrir despropósito semejante, por Dios!
Por lo demás, de ninguna manera don Mariano habrá de tolerar que la simple demolición de los derechos civiles amparados por la Constitución arruine su bronceado. En consecuencia, no es que barrunte encadenar a Federico Trillo ante la puerta del Tribunal de Estrasburgo, ni que piense dar por roto todo diálogo o entente con el Gobierno, ni que los diputados y senadores del PP vayan a ausentarse de las Cortes, ni que Juan Costa haya recibido la orden de encabezar la lucha armada en la Sierra, es que ni siquiera se ha atrevido a presentar una miserable denuncia ante el Juzgado de guardia. No fuera a ser que se la admitiesen a trámite, claro. En fin, qué razón tenía el viejo Tarradellas cuando sentenció aquello de que en política se puede hacer cualquier cosa, cualquiera, menos el ridículo.