A finales del siglo XIX un observador preocupado por el futuro podría haber temido una catástrofe sanitaria debido a la proliferación del transporte a caballo en ciudades como Nueva York, Londres o Chicago, donde la acumulación de heces y la muerte de animales en la calle constituían un serio problema de salubridad. Pero se inventó el automóvil y los caballos desaparecieron. La incertidumbre, lo que el progreso todavía no ha creado, no entra dentro de los modelos predictivos del agorero.
Estoy muy dispuesto a aceptar que el calentamiento global es un problema real, pero soy escéptico respecto a las dimensiones del problema y, sobre todo, las soluciones propuestas por los ecologistas para combatirlo. Este escepticismo deriva de concebir el mercado como un proceso dinámico y descubridor, y de considerar la capacidad adaptativa del hombre y el coste de oportunidad de redirigir recursos escasos a faraónicos programas medioambientales de dudosa eficacia, aspectos que los ecologistas subestiman a la hora de hacer sus predicciones y recomendaciones. Numerosos ecologistas creen que el protocolo de Kyoto o las energías verdes están al margen del análisis económico y de las valoraciones subjetivas de la gente respecto a costes y beneficios futuros, y deben ser implementadas "a cualquier precio".
El cambio climático puede suponer un incremento de las temperaturas de algunos grados en el próximo siglo y un aumento del nivel del mar de menos de un metro (con perdón de Al Gore, ese gran autor de cine fantástico). Los efectos son negativos si vives en los trópicos o a pocos pies por encima del nivel del mar, pero son positivos si vives en Escandinavia o en Siberia. En balance las consecuencias son negativas sólo si asumimos que somos incapaces de adaptarnos al cambio. ¿Es realista esta premisa? Al fin y al cabo hay gente viviendo en Alaska y en Ecuador. Si la temperatura baja nos ponemos un jersey y si sube enchufamos el aire acondicionado. ¿Por qué no podemos adaptarnos al cambio climático? La adaptación se nos antoja ingenua porque pensamos en términos estáticos, extrapolando las circunstancias actuales a los problemas del futuro, pero las circunstancias futuras pueden ser muy distintas. Si el observador del siglo XIX viera que el hogar medio de hoy en día a menudo tiene aire acondicionado y calefacción, cuando no climatizador, quedaría sorprendido.
La acumulación de capital es la base del progreso. Cuanto más productivos y ricos seamos más fácil nos resultará adaptarnos a un eventual cambio climático. Podremos permitirnos tecnologías más avanzadas y limpias, explotar energías que antes no eran rentables, construir diques por una fracción del coste actual o darnos el capricho de sufragar voluntariamente proyectos de conservación. Después de todo, el ecologismo y el cuidado del medioambiente son un fenómeno propio de las sociedades ricas. Apenas hay ecologistas en Nigeria, la India o Perú, pues tienen otras prioridades, y no en vano las áreas más contaminadas del planeta corresponden a países en desarrollo.
Hace un siglo la gente se desplazaba a pie o a caballo, se comunicaba por telégrafo, sumaba con reglas de cálculo y podía morir de casi cualquier enfermedad. ¿Quién sabe lo que nos depara el futuro? Como especula David Friedman en su libro sobre el futuro de la tecnología y la libertad, en cien años a lo mejor estamos conectados durante horas a la realidad virtual y consumimos poca energía. O proliferan los viajes interespaciales de bajo coste y nos esparcimos por la galaxia. O reducimos el impacto del sol en la Tierra y la absorción de calor poniendo en órbita una serie de espejos gigantes. O mediante inteligencia artificial o ingeniería genética multiplicamos nuestro CI y concebimos soluciones antes impensables. O gracias a la nanotecnología introducimos células reparadoras en nuestro cuerpo que nos permiten adaptarnos al medio y curar cualquier tipo de enfermedad. Hoy suena a ciencia ficción, como hace décadas sonaba a ciencia ficción que pudiéramos cruzar el Atlántico volando en siete horas o poner un marcapasos para regular el ritmo cardíaco. Los cimientos de varias de estas tecnologías se están desarrollando actualmente y no es tan aventurado pensar que nosotros o nuestros hijos veremos cómo alguna de ellas se materializa.
También hay posibilidades menos halagüeñas: el avance de la biotecnología puede facilitar el diseño de enfermedades letales. La nanotecnología puede traer consigo la denominada "plaga gris": máquinas ensambladoras de tamaño molecular que se auto-reproducen y acaban consumiendo toda la materia de la biosfera. En estos escenarios más pesimistas el calentamiento global sería el menor de nuestros problemas.