Patinazo en Honduras
Situar a Estados Unidos del lado del bolivarianismo y de la mano de la Cuba castrista atenta contra los valores y los intereses norteamericanos y, sobre todo, es una insensatez.
La diplomacia que Estados Unidos está practicando es la expresión de la visión de su Presidente, Barack Obama. No es un secreto que la secretaria de Estado o el vicepresidente no comparten plenamente sus fundamentos, como quedó patente durante las elecciones primarias en el campo demócrata. De ahí que en la actualidad jueguen un papel muy subordinado en el proceso de toma de decisiones. Lo ocurrido tras la destitución del Presidente Zelaya nos sirve como ejemplo.
Obama está convencido de que los problemas que la diplomacia norteamericana ha tenido recientemente son consecuencia de los valores que le han dado sentido, valores que él comparte sólo parcialmente. En su opinión, Estados Unidos estará más seguro si mejora su relación con el resto de los países, lo que presupone en cierta medida dejar de ser quién es, renunciar a defender en el campo internacional aquello que informa su constitución interna. A menudo esta política se nos presenta como un ejercicio de democracia y respeto a los demás: Estados Unidos no debe imponer sus valores al resto. Sin embargo, esto no es verdad, porque estos principios no son de Estados Unidos en exclusiva, sino universales. Se trata de defender la libertad, no un punto de vista nacional.
En el caso latinoamericano Obama ha optado por sumarse a la posición mayoritaria sin entrar a considerar si se ajusta o no a los principios de la política exterior o a los intereses del Estado. Sencillamente hay una renuncia a dotarse de una estrategia a cambio de lograr rebajar el nivel de rechazo. Con ello, como era de prever, no se garantizan los intereses propios y se traicionan aquellos ideales que se dice defender.
En Honduras la democracia ha funcionado. Cuando su presidente trató de vulnerar la Constitución, como paso previo para acabar con el régimen de libertades, las instituciones lo depusieron y se convocaron nuevas elecciones. En una región de débil historia parlamentaria lo ocurrido fue una excelente noticia, un ejemplo de correcto comportamiento de las instituciones. De Estados Unidos se esperaba una firme defensa de la destitución de Zelaya, pero no fue así. Obama actuó con oportunismo, cobardía e irresponsabilidad. Hizo el juego a los enemigos de la democracia en la región, después de tantos sacrificios para lograr que el régimen democrático arraigara. Situar a Estados Unidos del lado del bolivarianismo y de la mano de la Cuba castrista atenta contra los valores y los intereses norteamericanos y, sobre todo, es una insensatez.
Como era previsible la reacción en el Capitolio ha ido creciendo, a la vista de la falta de visión y de guión. Ahora, tarde y mal, el Departamento de Estado trata de distanciarse de sus propios actos para, por lo menos, dejar de ser un estorbo en el proceso de normalización política en Honduras.
La política exterior de una nación democrática o es la expresión de sus valores constitucionales o está condenada al fracaso. La vida no siempre es fácil. Ser una gran potencia es garantía de gozar de un alto número de enemigos. Cuando además se es el máximo representante de la democracia ese número aumenta considerablemente y uno se convierte en el enemigo a batir. Obama quiere evitar esa situación, pero hay cosas que, sencillamente, no son posibles. El presidente no ha ganado imagen por sumarse a la mayoría, sólo ha demostrado hasta qué punto su diplomacia es errática e inconsistente.
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