Internacionales
El mundo es un lugar gigantesco, cada uno de nosotros es pequeñísimo y extraordinariamente inconsecuente, y no nos vendría mal afrontar la vida con algo de perspectiva y de humildad.
Antes, en tiempos más elitistas, universidades como Oxford, Harvard, Princeton y, por supuesto, Cambridge se enorgullecían de atraer a los hijos de las mejores familias autóctonas; a los estudiantes internacionales no los mencionaban mucho o, si lo hacían, era en términos que dejaban bien claro que en su país pertenecían a la alta aristocracia (lo cual, de paso, era casi siempre cierto). Ahora, ante el auge del multiculturalismo de los últimos treinta años, las universidades se callan un poco la cantidad de estudiantes de familias ricas que tienen, y no pierden a cambio ocasión de mencionar la de estudiantes internacionales que atraen: todo panfleto publicitario exhibe una plétora de rostros hindúes, coreanos, iraníes y de distintos países africanos (por alguna razón, el multiculturalismo no suele extenderse a Latinoamérica... a saber por qué). Dudo bastante de que los porcentajes de ambos grupos (estudiantes autóctonos de familias bien y estudiantes internacionales) hayan cambiado en los últimos treinta años; antes explicaría el cambio en la estrategia publicitaria de estas instituciones en función del mayor éxito que puede tener hoy en día hablar de mi amigo australiano, mi novia hindú y mi compañero de piso japonés, que de mi amigo del clan McDougal, de la familia Waldorf, de los herederos del duque de Marlborough.
El caso es que es cierto que en este tipo de instituciones resulta muy fácil conocer a gente de otros países y continentes, de culturas con las que jamás hemos tenido contacto y zonas del mundo que sólo nos suenan del Risk. Y resulta un ejercicio muy sano einstructivo salir de tu burbuja nacional y conocer a personas que de otra forma jamás habrías llegado a conocer. El problema es que a veces este ejercicio también puede resultar decepcionante. Porque si te esfuerzas por conocer a gente de otros países como personas en vez de como miembros de una nacionalidad (esto es, si les preguntas no por el sistema electoral o la composición étnica de su país sino por lo que le interesa estudiar a él o a ella, lo que le gusta hacer en su tiempo libre, lo que hizo el viernes pasado, etc.) te darás cuenta de que, fantasías multiculturales aparte, todos son muy pero que muy igualitos a ti. Para empezar, porque el camerunés o surcoreano o peruano de turno casi nunca va a ser un hijo de humildes granjeros aferrados a las tradiciones autóctonas que te hable del sistema de regadío de su comarca: será más bien un vástago de la aristocracia local o nacional que se maneje bien con el inglés y esté occidentalizado a conciencia. Y también porque, en la era de la globalización cultural, gran parte de los chavales nacidos a mediados o finales de los ochenta hemos jugado con los mismos juguetes, hemos visto las mismas series y películas, adorado a los mismos actores y actrices y personajes de ficción, visto la versión de nuestro país de Gran Hermano y Operación Triunfo y probablemente soñado, en algún momento inconfesable y de extrema debilidad, con ser magos e irnos a vivir a Hogwarts.
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