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Florentino Portero

¿Tanto ha cambiado la diplomacia norteamericana?

La retirada de Irak se quedó en nada, la apertura hacia Rusia ha resultado un fracaso y de la iniciativa hacia Irán más vale no hablar.

Cuando George W. Bush llegó a la Casa Blanca se manifestó dispuesto a realizar cambios importantes en la política exterior. Siguiendo la línea más tradicional entre los republicanos, quería dejar atrás el intervencionismo clintonita y la absurda idea de reconstruir naciones para concentrarse en las áreas vitales para Estados Unidos: el Pacífico y sus vecinos del sur. De aquel renovado aislacionismo no quedaron ni las raspas tras el 11-S. La Administración Bush llevó a cabo una revisión en profundidad de la estrategia nacional que concluyó en la vagamente denominada Doctrina Bush. Ante la amenaza islamista se concluía que la seguridad norteamericana dependía del auge de la libertad en el resto del planeta, porque sólo democracias eficaces acabarían con las raíces del radicalismo. No había mucho de nuevo; estaban releyendo los textos de la postguerra mundial que llevaron a la reconstrucción de Europa y parte de Extremo Oriente.

La nueva doctrina caracterizó el primer mandato de Bush, pero se diluyó durante el segundo. Al entregar la dirección de la acción exterior a personas que nunca habían creído en aquella doctrina –Rumsfeld, Rice, Gates– su aplicación quedó en casi nada. Si a ello se sumaba que la situación en Irak y Afganistán aconsejaba evitar abrir nuevos frentes resulta fácil comprender la continuidad entre la política de la Administración Bush con la de Clinton o la de su propio padre. En términos ideológicos estábamos de nuevo ante una diplomacia "realista" y pragmática, con sus distintos tonos.

La campaña electoral de Obama presagiaba cambios importantes, pero resultaba evidente el alto componente retórico de sus declaraciones. A diferencia de la senadora Clinton, que tenía serias dificultades para distanciarse del candidato republicano John McCain, Obama no tenía reparo en anunciar retiradas drásticas en Irak o iniciativas diplomáticas sorprendentes hacia Irán. Obama jugó sucio, ganó y ahora la acción exterior recae sobre Clinton, Gates –que ya estaba en el Pentágono con Bush– y otras figuras de largo recorrido en la anterior Administración. La política que están haciendo es la que cabía esperar de Clinton con algunos toques de esquizofrenia ideológica característicos del presidente. La retirada de Irak se quedó en nada, la apertura hacia Rusia ha resultado un fracaso y de la iniciativa hacia Irán más vale no hablar. Lo que queda es un estilo muy característico del establishment norteamericano, en el que la continuidad entre Rice y Clinton resulta inquietantemente evidente. Las declaraciones de Biden en Ucrania y Georgia sobre Rusia o las de Clinton sobre Corea del Norte encajan perfectamente en esa forma de hacer política que los demócratas tanto criticaron cuando era Bush el ocupante de la Casa Blanca.

Las diferencias con la política anterior radican en la figura del presidente. Obama aporta dos elementos fundamentales. El primero es carisma. La imagen de Estados Unidos ha mejorado mucho desde su ascenso al poder. Ese era un problema serio que está en vías de mejora. El segundo es su deseo de que Estados Unidos deje de actuar como una nación excepcional en política internacional. Hay una voluntad de renuncia a ser la Hiperpotencia de la que habló Vedrine, a asumir más responsabilidades que los demás, a actuar en solitario. El Imperio no está en crisis, sencillamente se ha quedado sin músculo moral para seguir adelante. Pero esto no es tan sencillo. Estados Unidos no es una hiperpotencia porque haya querido serlo, sino porque objetivamente lo es. Sus intereses están en todas partes y quedarse de brazos cruzados, ponerse de perfil o buscar cualquier otra argucia para no reaccionar no funcionará. Las tensiones entre la vieja guardia clintonita y la izquierda obamita acabarán estallando en torno al papel que Estados Unidos debe jugar en el mundo.

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