Crisis en el CNI
Lo peor es que la dimisión de Saiz ha puesto al descubierto una sórdida lucha de poder por controlar el servicio de inteligencia entre diferentes miembros del Gobierno no se sabe bien con que objeto.
Los servicios de inteligencia son pieza fundamental de los Estados democráticos para hacer frente a las amenazas que los acechan y poder defender con eficacia sus intereses en el mundo. La misión esencial de estos servicios es proporcionar a sus gobiernos información elaborada que permita adoptar las decisiones adecuadas para garantizar la seguridad nacional. España cuenta con un servicio de inteligencia, el CNI, que a pesar de su reducida dimensión y algunas carencias dispone de varios cientos de buenos profesionales que día a día trabajan por garantizar nuestra seguridad. El problema de estos servicios es que el carácter reservado de su actividad hace que no puedan ser adecuadamente valorados por la sociedad. La opinión pública conoce más sus errores, por las consecuencias que acarrean, que los posibles aciertos que en ocasiones evitan males mayores.
Lamentablemente la historia de nuestro servicio de inteligencia en la etapa democrática ha estado en demasiadas ocasiones envuelta en escándalos. Así, las escuchas indiscriminadas practicadas en la etapa de Felipe González costaron entonces la dimisión de un ministro de Defensa y de un vicepresidente del Gobierno. Ahora el CNI vuelve por desgracia a ser noticia por un problema interno que ha llevado a la dimisión de su director.
La dimisión de Alberto Saiz como director del CNI era obligada. Si hay un puesto en la administración pública que requiere la plena confianza no sólo del Gobierno sino del conjunto de la opinión pública es aquel a quién damos potestad para realizar misiones secretas e interferir incluso en nuestra vida privada. Era evidente que esa confianza la había perdido ante la sospecha generalizada de que había abusado de su cargo para efectuar actividades estrictamente privadas. También era manifiesta su incapacidad cada vez mayor para gobernar el Centro.
Pero siendo esto grave, no es lo peor. Lo peor es que la dimisión de Saiz ha puesto al descubierto una sórdida lucha de poder por controlar el servicio de inteligencia entre diferentes miembros del Gobierno no se sabe bien con que objeto. Ya el nombramiento de Saiz despertó recelos en 2004, tanto por el perfil poco idóneo para un cargo de esta naturaleza –no tenía experiencia alguna en cuestiones de seguridad y ni siquiera hablaba otro idioma– como por la estrecha relación personal que le unía al entonces ministro de Defensa, José Bono. Su renovación en el puesto, tras los cinco años de mandato que fija la Ley, fue aún más rocambolesca, tanto en las formas como en el fondo. En las formas porque al Gobierno se le pasó formalizar la renovación en el momento adecuado y en el fondo porque al parecer su precipitada renovación se produjo en contra del criterio de la titular del departamento del que depende orgánicamente el CNI.
Tras su ratificación en el cargo, las filtraciones a la prensa sobre las caras aficiones del director ahora dimitido y sobre su inadecuada gestión del Centro han sido constantes. El Gobierno justifica de hecho su cese en que se había desatado una guerra interna dentro del CNI, pero mi impresión es que la guerra ha estallado en más altas esferas políticas y que se ha utilizado el descontento de algunos miembros con la gestión de su director para quitarle de en medio. Aún es pronto para saber quién ha ganado y quién ha perdido en esa confrontación, pero lo que es seguro es que quién pierde es el propio CNI, otra vez en las portadas de los periódicos con asuntos oscuros, y el conjunto de los españoles que asisten perplejos a una crisis dentro de uno de los engranajes más delicados y vitales del Estado. Una vez más, la frivolidad con la que Zapatero ha gestionado los asuntos esenciales resulta inaceptable.
El nombramiento de un nuevo director, de un perfil más técnico y al que deseo toda la suerte, puede contribuir a normalizar internamente la situación, pero difícilmente resolverá el problema de fondo. Quizá sea el momento de abrir una reflexión sobre nuestros servicios de inteligencia y afrontar algunas reformas que resultan imprescindibles. Para empezar, un mecanismo de control parlamentario que garantice mayor confianza y mayor transparencia en el sistema.
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