La buena educación
Retirar vergonzosamente las tropas de Irak, bajarnos los pantalones ante el moro, mendigar una silla en el G-20, hacerle la pelota a Obama es todo ignominioso, pero soportable. Ahora, lo que no hay quien aguante es la mala educación.
Quienes hayan visto la edición madrileña de El Mundo este domingo se habrán topado con una magnífica foto de Alberto di Lolli que recoge un momento revelador. El instante inmortalizado por la cámara muestra como Esperanza Aguirre se ve obligada a agacharse a recoger las gafas de cerca que se le han caído al suelo. Está sentada, viste traje de chaqueta gris, discretamente estampado, y calza zapatos a juego. Entorpecida por la falda y los altos tacones, necesitada de guardar cierta compostura, la imagen capta en toda su extensión el esfuerzo que se ve obligada a hacer para rescatar las gafas que necesitará para leer su discurso.
A su lado, dos hombres. El más próximo es José Luis Rodríguez Zapatero, presidente de Gobierno, tan feminista que reconoce sin empacho la a su parecer obvia inferioridad del género masculino. Debe tener tal sentido de la igualdad que no experimenta ningún impulso de ayudar a su vecina a recoger sus gafas. No sólo, sino que además aprovecha que la mujer se ha visto obligada a inclinarse para escudriñar el fin de su espalda. La foto da a entender que su escrutadora mirada no obtuvo recompensa por ser la falda suficientemente alta y la chaqueta suficientemente baja, pero ¿quién sabe? Lo que Zapatero está mirando, está oculto al ojo de la cámara. Un poco más allá, junto al presidente Zapatero, en una inmaculada silla blanca, como los otros dos, se ve a José Blanco. Está sentado, con las piernas recatadamente cruzadas, como su compañero, pero, a diferencia de él, mira al frente, con una sonrisa helada, forzada, de cartón piedra, una sonrisa de perra gorda. Tampoco puede descubrirse en él la más remota intención de ayudar a la mujer a recoger las gafas. Más bien parece que tan sólo está ocupado en sonreír. Cualquiera diría que lleva así horas, piernas cruzadas, mirada perdida y sonrisa eterna.
Antes, algunas mujeres se divertían dejando caer cosas, pañuelos, sobre todo, para obligar a sus admiradores a recogerlos y entregárselos, dándoles así la oportunidad de acariciar durante unos instantes la tibia piel del dorso de sus manos. A veces, ni eso regalaban, pues recogían la pertenencia intencionadamente perdida sin prescindir del guante con el que protegían sus delicadas manos. Ahora, casi ninguna mujer hace ya eso. Los hombres creemos que se debe a que son tan feministas todas que se niegan a ser ayudadas por un hombre. Es posible. De lo que no hay duda es que, si todos los hombres son como estos dos, ya pueden dejar caer pañuelos, guantes, toquillas y prendas aun más íntimas que no obtendrán más recompensa que una torpe mirada interesada sólo en ver cómo se las apaña la otra para recoger lo que ha perdido.
Me debo estar haciendo viejo. Ver como dos de nuestros gobernantes, nada menos que un presidente de Gobierno y un ministro de Fomento, aguantan impávidos viendo como una señora pierde las gafas y se agacha a recogerlas como si no fuera con ellos, me parece el símbolo sumo de nuestra decadencia. Retirar vergonzosamente las tropas de Irak, bajarnos los pantalones ante el moro, mendigar una silla en el G-20, hacerle la pelota a Obama es todo ignominioso, pero soportable. Ahora, lo que no hay quien aguante es la mala educación. Que venga Almodóvar y lo cuente. O Garci, que es mejor.
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