El valle de los talibanes
El creciente caos de Pakistán ha demostrado que eran fundados los temores del ex presidente George W. Bush y sus asesores de que el fin abrupto del mandato del hombre fuerte paquistaní, Pervez Musharraf, sería el comienzo de un desastroso proceso.
Pakistán cuestiona seriamente la máxima de Alfred Emanuel Smith, el cuatro veces gobernador de Nueva York, de que ''todos los males de la democracia pueden curarse con más democracia''. Sin duda alguna, así es como preferimos verlo los demócratas. Algunos incluso creen que todos los males políticos, independientemente de su origen y complejidad, se remedian con democracia. Pero el peligroso caos en el que ha desembocado el incipiente proceso democrático paquistaní está poniendo a prueba esas nobles creencias.
Las señales de anarquía en Pakistán, en efecto, no podrían ser más alarmantes. El gobierno democráticamente elegido del presidente Asif Ali Zardari cedió en forma temeraria el Valle de Swat a las milicias del Talibán y Al-Qaeda como parte de un supuesto acuerdo de paz que los extremistas traicionaron de inmediato. Lejos de acatarlo, impusieron sus brutales leyes integristas en lo que ahora podría llamarse ''el valle de los talibanes'', se fortalecieron militarmente gracias al contrabando de opio y la complicidad de militares y policías paquistaníes y lanzaron ataques frontales contra los gobiernos de Afganistán y Pakistán. Este último sólo reaccionó, conminado por un Washington estupefacto, cuando las fuerzas agresoras llegaron a 60 millas de Islamabad y de los arsenales nucleares del país.
El creciente caos de Pakistán ha demostrado que eran fundados los temores del ex presidente George W. Bush y sus asesores de que el fin abrupto del mandato del hombre fuerte paquistaní, Pervez Musharraf, sería el comienzo de un desastroso proceso que podría colocar al país y sus armamentos nucleares en manos de terroristas que no sólo odian a los demócratas paquistaníes, sino a todo Occidente. Pero pocos hoy les darán la razón a Bush y a sus asesores, quienes, acosados por las críticas, le retiraron el apoyo a Musharraf y propiciaron las elecciones antes de que el país estuviera realmente maduro para ellas. La humildad para recapacitar no es virtud de los absolutistas morales, ni de los sabios de salón ni de los demagogos. Ellos atribuyen la debacle a la mala suerte o al ''insuficiente trabajo social'' que hacen Islamabad y Washington para mejorar las condiciones de vida de los paquistaníes, como argumentara el influyente New York Times, detractor implacable de Musharraf.
Ahora el presidente Barack Obama enfrenta una situación potencialmente explosiva en Pakistán. Lastrado por su propio rechazo visceral al status quo anterior, Obama no tiene otro remedio que jugársela con Zardari, en el que ni siquiera confía. El problema radica en que el único reclamo de legitimidad del líder paquistaní se lo da su condición de viudo de Benazir Bhutto, la auténtica candidata presidencial de su partido, asesinada por extremistas antes de las elecciones. La mayoría de sus compatriotas lo considera un corrupto empedernido. Y muchos están predispuestos a entregar sus recién estrenadas libertades a los extremistas, cuyas delirantes ideas comparten. Más desconcertado aún que el gobierno de Obama, el New York Times abre ahora sus páginas a analistas que recomiendan ''bombardear los arsenales nucleares'' o emplazar tropas especiales que ''garanticen'' su seguridad.
No todo el mundo, desde luego, contribuyó a colocar a Pakistán al borde de la catástrofe. Pero todos podríamos padecer las terribles consecuencias si el país y sus armas de exterminio caen en poder de fanáticos enardecidos o si Estados Unidos se ve arrastrado a otra intervención militar para impedirlo. ''La imprudencia suele preceder a la calamidad'', advertía el historiador alejandrino Apiano. Ojalá que su ominosa sentencia no se confirme en Pakistán.
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