PNV: insultar a las víctimas y arropar a los asesinos
El PNV aparenta firmeza antiterrorista y se postula en Madrid como el interlocutor juicioso y confiable, cuando lo cierto es que se encuentra en posiciones muy parecidas a las de los batasunos más recalcitrantes.
Para nadie medianamente bien informado es un secreto que en el nacionalismo no hay moderados. Ni en el catalán, ni en el gallego ni, por supuesto, en el más bizarro de todos ellos: el vasco. Tanto los melifluos miembros del PNV, que hasta ayer pastoreaban del presupuesto en el Gobierno regional, como la bronca izquierda abertzale son dos variantes del mismo radicalismo que actúan como un frente unido e inquebrantable cuando toca. Y suele tocar siempre en las mismas circunstancias. Cuando se producen detenciones de etarras y cuando esos mismos etarras asesinan, secuestran o extorsionan. Viene siendo así desde el principio de los tiempos, es decir, desde hace unos 30 años, que es lo que dura la glaciación nacionalista en el País Vasco.
El asesinato del policía nacional Eduardo Puelles la semana pasada mediante una bomba lapa ha vuelto a poner a cada uno en su sitio. En un lado, a los que, como Puelles, combaten y abominan del terrorismo; en el otro, a los que lo toleran, lo alientan o se valen de él como arma política indeseable pero necesaria para conseguir el fin último, que no es otro que alcanzar la soberanía plena de esa Euskalherría fantasmagórica que tanto se prodiga por los mapas meteorológicos de los medios adictos al nacionalismo. Así nos encontramos con que el entorno de la ETA, personificado esta vez en el dramaturgo Alfonso Sastre, candidato estrella de Iniciativa Internacionalista en las pasadas elecciones europeas, justifica a los asesinos y repite los latiguillos habituales de Batasuna. Una reiterativa infamia que invierte los roles poniendo al verdugo en el papel de víctima, y a la víctima en el de verdugo.
A pesar de que la mentira revolucionaria de los portavoces filoetarras es tan insistente y nauseabunda, nos hemos terminado acostumbrando a ella. Hasta el extremo de que esta gentuza siempre dispone de altavoces para hacerse oír, y no precisamente dentro de la prensa que le es afín. Como muestra el botón de la entrevista supuestamente cómica que la Sexta le dedicó a Arnaldo Otegui hace pocos días. La ventaja de los proetarras es que son directos en sus manifestaciones y no recurren al artificio retórico. Están con la ETA, comparten sus fines y sus medios y cuentan con un arsenal de sofismas en los que apoyan sus inicuas convicciones. Nadie puede llevarse a engaño, y menos aún el Gobierno de España, empeñado como estuvo, pese a todo, en negociar con ellos durante toda la última legislatura.
No sucede lo mismo con el PNV y su gastado disfraz de cordero. Aparenta firmeza antiterrorista y se postula en Madrid como el interlocutor juicioso y confiable, cuando lo cierto es que se encuentra en posiciones muy parecidas a las de los batasunos más recalcitrantes. La diferencia con ellos es que saben disimularlo y se enredan en la aparatosidad más pomposa para tratar de ocultar lo que de verdad sienten. Para el PNV la víctima no existe, es el desagradable resto de una acción política que, o es vergonzosamente ninguneada o, según los casos y la necesidad, se convierte en objeto de velados vituperios. El terrorista para ellos no es un asesino a secas, sino parte de un conflicto, del mismo conflicto con el que se llenan la boca los proetarras. En este trastocado orden de cosas la violencia no es violencia sino manifestación externa de algo que requiere una solución que, irremediablemente, pasa por ellos.
La postura frente a esta hidra de dos cabezas, una que muerde y otra que no, es incomprensible. Se condena a una de ellas mientras se tolera a la otra como mal menor negando incluso su naturaleza anticonstitucional y antidemocrática. Pero la realidad es terca, no sabe de componendas y se niega a complacer a los bienpensantes que, para tranquilizar su conciencia, quieren creer que el nacionalismo tiene una veta positiva y dialogante. Pero no es así. La disfunción intelectual y emotiva que caracteriza a cualquier nacionalismo irredentista como el vasco sale a flote en cuanto tiene ocasión de hacerlo. Entonces se autorretrata y su presunta bondad queda en burda ignominia.
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