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Gina Montaner

La dictadura de Facebook

Quienes se resisten a dejarse colocar el microchip pasan a formar parte de una secta secreta y subversiva, que se atreve a rechazar con terca indiferencia las invitaciones que aparecen de la nada en los e-mails

El mundo entero está siguiendo con atención los acontecimientos de Irán, donde decenas de miles de jóvenes han salido a las calles para protestar contra el régimen integrista de Mahmud Ahmadineyad. Como ya va siendo habitual, la revolución se está propagando por medio de internet, donde las manifestaciones se anuncian en Facebook, Twitter o My Space.

La capacidad de convocatoria en la red internáutica es asombrosa y loable cuando se trata de un esfuerzo por dar voz a los que viven amordazados, como sucede con la cubana Yoani Sánchez y su blog Generación Y. Pero en los Estados Unidos, donde el mayor dilema que enfrenta la sociedad es votar cada cuatro años por un gobierno republicano o demócrata, las redes sociales en el ciberespacio se han convertido en una suerte de dictadura cuyos asfixiantes tentáculos se extienden como la amenaza de Andrómeda.

Lo in es pasarse las horas y los días frente a un ordenador haciendo o deshaciéndose de "amigos" virtuales. Según un estudio reciente, comunicarse por Facebook en horas laborales incrementa la productividad de los trabajadores, porque representa un descanso de la rutina. Cuando leí la insólita noticia, de inmediato temí que se tratara de una investigación amañada. En realidad, lo que está claro es que nunca antes se ha aprovechado menos el tiempo, desde que la gente se dedica a actualizar compulsivamente sus fotos, sus estados de ánimo, sus pensamientos o su estatus sentimental.

Mientras en Irán o en Cuba la disidencia recurre al pajarillo de Twitter para huir del acoso de la policía política, aquí la única gran sublevación que encabezan los jóvenes y no tan jóvenes es la de burlar la vigilancia de los jefes en las oficinas para no quedarse atrás en la frenética carrera del reality show que son sus vidas; siempre atentos a la posibilidad de apuntarse un nuevo amigo, aunque se trate de un perfecto desconocido o alguien que no ven desde la más tierna infancia.

Lo más pesado de la adictiva esclavitud de Facebook y Twitter es que se ha conformado un universo tipo Gattaca, en el que los que no participan de la constante promiscuidad social son percibidos como outsiders sospechosos. A fin de cuentas, es una manera de no aparecer en la vitrina virtual y escapar del escrutinio del colectivo. He sabido de casos en los que una inocente foto posando en bikini en la playa le ha valido a una mujer una amonestación de su superior. Pero quienes se resisten a dejarse colocar el microchip pasan a formar parte de una secta secreta y subversiva, que se atreve a rechazar con terca indiferencia las invitaciones que aparecen de la nada en los e-mails, a nombre de sujetos invisibles que buscan nuevos adeptos al club.

No tener un rostro reconocible en la era de Facebook ofrece sus ventajas. Por ejemplo, hace poco alguien a quien me suelo encontrar con alguna frecuencia me dijo: "La otra noche quedamos a cenar un grupo grande y me sorprendió que no fueras". Le aclaré que me acababa de enterar porque nadie me había avisado del evento. "Claro, ¿como ibas a saber? Se me olvida que no estás en Facebook", me contestó con cierto desdén. Lo que este individuo me pudo decir cara a cara se convirtió en una invitación virtual de la que nunca fui partícipe. "Uf, qué alivio", pensé. No me había perdido un rally en Teherán ni una protesta de blogueros en la Habana. En esta Gattaca particular cada vez somos menos los que circulamos sin levantar suspicacias. 

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