Obama, el historiador
En vez de buscar el aplauso fácil, Obama podría enviar una temporada a sus hijas a estudiar en El Cairo, que no es lo peor como modelo islámico: así se enteraría de lo que significa, en realidad, ser mujer, cristiana y negra en un país árabe y musulmán.
Los presidentes de Estados Unidos nunca se han distinguido por sus conocimientos históricos. Bien es cierto que ése no es su oficio, aunque quienes les escriben los discursos deberían informarse un poco antes de soltar cualquier sandez envuelta en retórica y dirigida a adular a los oyentes. Esto es lo que ha ocurrido en El Cairo, con unos espectadores potenciales que suman más de mil millones de personas, los musulmanes del mundo. Aquí se ha puesto el grito en el cielo por la ignorancia que trasluce la frasecita "Andalucía y Córdoba durante la Inquisición" y , de repente, numerosos periodistas, políticos y aficionados varios han demostrado saber la fecha exacta de creación de la Inquisición, lo cual me llena de gozo por el subidón cultural que significa, aunque –barrunto– Google no ande muy lejos de tal floración historicista.
La imagen edulcorada de un al-Andalus idílico (se suele apostillar con la palabra paraíso), donde convivían en estado de gracia perenne los fieles de "las tres culturas" y las tres religiones, es insostenible e inencontrable, apenas comenzamos a leer los textos originales escritos por los protagonistas en esos siglos. No fue peor ni mejor –en cuanto a categoría moral– que el resto del mundo musulmán coetáneo o que la Europa de entonces. Disfrutó de etapas brillantes en algunas artes, en arquitectura o en asimilación de ciertas técnicas y supo transmitir –y no es poco– el legado helenístico recibido de los grandes centros culturales de Oriente (Nisapur, Bagdad, El Cairo, Rayy, etc.). Y fue, antes que nada, un país islámico, con todas las consecuencias que en la época eso significaba. Pero su carácter periférico constituía una dificultad insalvable para ser tomado como eje de nada por los muslimes del tiempo. Bien es verdad que, una vez desaparecido, se convirtió en ese paraíso perdido del que hablan los árabes, lacrimógena fuente perpetua de nostalgias y viajes imaginarios por la nada, de escasa o nula relación con la España real que, desde la Edad Media, se había ido construyendo en pugna constante con el islam peninsular. Esa es la historia.
Sin embargo, lo más preocupante del discurso (de "histórico" lo calificaban turiferarios de aquí o allá) no es la retórica retrospectiva, sino los enormes boquetes buenistas que dejaba a la vista de los espectadores: en un país –Egipto– donde se oprime concienzudamente a los cristianos y rodeado de otros donde se les asesina o expulsa, el presidente de Estados Unidos llamaba a la concordia evangélica, como si eso importase a alguien. Y lo mismo puede decirse de su entusiasmo por el velo ("voluntario", claro: el tipo está de broma) y la islamización general de la vida, por supuesto muy aplaudida por los presentes en el teatro. En vez de buscar el aplauso fácil podría enviar una temporada a sus hijas a estudiar y vivir en la misma ciudad, que no es lo peor como modelo islámico: así se enteraría de lo que significa, en realidad, ser mujer, cristiana y negra en un país árabe y musulmán. Mientras nuestro emperador de Occidente toca el caramillo, Irán apronta su armamento nuclear. Nunca los partos tuvieron tanta suerte con los Césares romanos.
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