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José García Domínguez

El principio del fin

Lo primero que cabe hacer es felicitarse por la nueva lección de madurez cívica que han dado los ciudadanos del continente volviendo a abstenerse en masa, como suelen; negándose a legitimar una grotesca caricatura de la democracia liberal.

Bien mirado, si a algo recuerda ese sarcasmo que llaman Parlamento Europeo es a aquel grupo de procuradores en Cortes por el tercio familiar que daba la nota de color –azul, claro– en el máximo órgano decorativo del régimen. De hecho, el abrevadero de adhesiones incondicionales que presidió Torcuato Fernández Miranda se parecía bastante más a una auténtica cámara legislativa que ese pretencioso, carísimo e inane teatrillo de Bruselas.

Así, a la solemne nada que los europeos acabamos de avalar con nuestra indiferencia, de entrada, le hurtaron la iniciativa legislativa. Y es que se trata del único "parlamento" del mundo que nació castrado, amputándosele la facultad para promover nuevas leyes (de eso se encarga la Comisión, o sea, el Ejecutivo). Por lo demás, en la redacción de las directivas que le indica la Comisión, su papel se limita a ratificar lo que manden los países miembros a través del Consejo. Y tampoco nada pinta a la hora de elegir el Gobierno, suprema prerrogativa que asimismo retienen los Estados nacionales.

En cuanto a la célebre política agraria común (nada menos que el 40 por ciento del Presupuesto), su opinión, huelga decirlo, resulta irrelevante; simplemente, no importa. Como tampoco cuenta en la fijación de la política comercial, asunto sobre el ni siquiera se requiere escuchar su voz. E igual sucede, por cierto, con la política exterior, otra materia que le está expresamente vedada. En fin, de la elaboración del Presupuesto comunitario, naturalmente, el Parlamento igual resulta excluido, pues ese cometido se lo reserva la Comisión, es decir, otra vez los Gobiernos nacionales. Las competencias efectivas del cementerio de elefantes más oneroso del planeta, pues, se aproximan más a las de una junta de delegados de curso que a cualquier otra institución conocida.

Así las cosas, lo primero que cabe hacer es felicitarse por la nueva lección de madurez cívica que han dado los ciudadanos del continente volviendo a abstenerse en masa, como suelen. Negándose a legitimar una grotesca caricatura de la democracia liberal, han demostrado ser mucho menos necios de lo que los suponen sus dirigentes. La segunda conclusión global es que no cabe una segunda conclusión global: dentro de cada país, los contados electores han premiado o castigado a los gobiernos locales en base a premisas exclusivamente domésticas.

La tercera, ya española, pasa por certificar que en el PP existen candidatos nacionales capaces de ganarle al PSOE unas elecciones; candidatos tan excéntricos, por cierto, en relación a la retórica canónica de Génova que hasta parecen de derechas; candidatos que recuerdan con voz alta y clara la profunda crisis nacional que sufre España, algo que va mucho más allá de ladrillos y burbujas; candidatos que apelan sin complejos ni ambigüedades al derecho inalienable de los padres a elegir la lengua oficial en que deben ser educados sus hijos; candidatos que no se arrugan ante la progresía al tratar de los valores morales en su discurso; candidatos que triunfan sin necesidad de mendigar el aplauso de Prisa, ni una palmadita en la espalda de La Vanguardia.

En el PP hay líderes. Por fin.

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