El otro día nuestra inigualable Ministra de Igualdad, Bibiana, sorprendía a propios y a extraños, a todos y a todas, con unas declaraciones radiofónicas en las que sugería que un feto no es un ser humano. Todos sabíamos ya que una adolescente, en cambio, les parecía tanto a ella como a sus correligionarios progresistas un ser dotado de gran juicio, al menos para abortar.
Los sortilegios sociatas pretenden hacernos pasar de animales a dioses en menos tiempo del que nos da la parsimoniosa naturaleza para desarrollar nuestras facultades intelectuales y morales superiores. Pero estas son sólo unas líneas a pie de página en el último capítulo de una historia muy larga que comenzó hace millones de años.
Quizás Bibiana sepa ya que el amor romántico es una singularidad humana, como también lo es el sexo recreativo sin consecuencias reproductivas. Lo que probablemente no alcance a comprender es que la tendencia natural humana ha sido la de crear vínculos estables y la de formar familias. En algún momento de nuestra evolución como especie hubo una presión ambiental que condujo a los machos a vincularse duraderamente con las hembras para criar a los hijos. Los bebés nacían inmaduros y precisaban de la atención permanente de sus padres para continuar con su desarrollo. En estas circunstancias, el sexo tiene una finalidad –además de reproductiva– de reforzar el vínculo de las parejas.
Como pasado el tiempo, el "animal cultural" ha transformado el medio natural hasta hacerlo irreconocible. Hoy, una mente arcaica, rodeada de todo el aparato cultural y tecnológico de nuestra era, se ve sumergida en numerosas confusiones y contradicciones. Parece a algunos que el sexo fuera sólo un divertimento, que los compromisos con las personas de carne y hueso fueran innecesarios, en el mejor de los casos, y esclavizantes en el peor. El matrimonio se les antoja una institución caduca, las "redes sociales" se les presentan como un sustituto idóneo de las naturales, y se inclinan a considerar las lealtades a grupos de extraños unidos por ideas políticas como más valiosas que las establecidas por los genes. La responsabilidad de los individuos se diluye en la sopa boba de la comunidad. De paso nos quieren convencer de que practicar sexo es gratis, de que no tiene por qué acarrear consecuencias reproductivas ni –especialmente– emocionales.
Pero los costes biológicos del sexo para hombres y para mujeres son muy distintos. Ellas tienen que llevar a cuestas al bebé durante la gestación y después darle el pecho y ellos pueden poner tanta semillas como quieran. Podría pensarse que los métodos anticonceptivos han resuelto el problema, pero eso sería quedarse, una vez más, en la superficie. La naturaleza moldeó no sólo nuestro cuerpo sino también, como parte de él, nuestro cerebro. Y la psicología instintiva femenina no es un diseño sencillo: la mujer no busca, como el hombre, aparearse con muchos, sino una pareja con buenos genes y con disposición a compartir el peso de la crianza para tener una descendencia sana y exitosa. Así, el que una mujer se vea liberada de la reproducción por la acción de fármacos, gomas o –en el caso que nos ocupa– intervenciones quirúrgicas, no va a eliminar sus preferencias sexuales, ni sus emociones respecto al sexo y a sus parejas o las que sufre cuando aborta de forma traumática.
El único progreso verdadero que puede lograrse en el terreno de la reproducción es hacer que ésta sea posible y deseable, no limitarla brutalmente. Para ello las instituciones políticas deben respetar a esa otra institución, mucho más fundamental, que es la familia. Podrían empezar por no atacarla, como hacen por ejemplo cuando otorgan irresponsablemente "responsabilidad" a una menor para abortar sin el consentimiento de sus padres.