Jesús Neira es un héroe de la España de nuestro tiempo, porque en la España de nuestro tiempo es una rareza actuar como un ser humano civilizado. Oponerse a la barbarie a título individual no sólo constituye un riesgo, sino que es también un hecho extraordinario. A Neira se le reduce oficialmente a símbolo de la lucha contra la violencia que sufren las mujeres. Servidumbres a la moda políticamente correcta. El comportamiento del profesor representa la antítesis de la actitud habitual ante cualquier transgresión de las normas de conducta.
Al recibir la Gran Cruz del Mérito Civil, Neira declaró que la sociedad española es silente ante el maltrato. Cierto. Aunque no calla sólo ante episodios violentos que afectan a mujeres. El silencio es omnipresente y su causa profunda no es tanto la cobardía como el desconcierto. ¿Quién sabe qué está bien y qué está mal? Si un tipo golpea a otro en la calle, si un gamberro rompe un escaparate, si un hombre entra desnudo en un bar, el ciudadano de nuestro tiempo apurará el paso, mirará para otro lado, se dirá que no es asunto suyo. Pensará que no le toca restablecer un orden que, además, no es quién para determinar cómo ha de ser.
Cuando el ethos dominante dicta que no hay valores y estándares universales y mucho menos autoridad para imponerlos, no cabe esperar otra cosa que ese encogerse de hombros y esa pasividad ante las violaciones de unos códigos que es de mal gusto considerar vigentes. Neira representa el civismo, ese viejo y anticuado civismo que ha desaparecido en el torbellino del relativismo ético y cultural. Una extinción ligada a la de otra especie en peligro, que es la responsabilidad individual. Los clásicos entendían que libertad y responsabilidad son inseparables. Eran unos cenizos. El tándem triunfador en nuestro tiempo se compone de libertad sin responsabilidad y dependencia absoluta del Estado. De eso está hecho el elixir embriagador que vende el Gobierno socialista.
Y ahora viene lo bueno. La paradoja de los relativistas impenitentes. Tras socavar los cimientos sobre los que se levanta una actitud responsable, piden a la gente que intervenga contra aquellos abusos que no relativizan y que se ven incapaces de frenar. Desarman moralmente a los individuos y al tiempo les exigen que se mojen. Impotentes ante los efectos del desorden cultural que estimulan, reclaman conductas que hoy son heroicas. Están atrapados en su cenagal y lo malo es que se trata del nuestro. De nuestro incívico e irresponsable tiempo.