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EDITORIAL

¿Para qué sirven las elecciones europeas?

En tiempos de crisis, en los que la austeridad se convierte en un objetivo básico, tal vez habría que replantearse la necesidad de conservar ciertas burocracias que sólo consumen las rentas de los ciudadanos sin aportar nada a cambio.

La Unión Europea, en su momento Comunidad Económica Europea, nació como un encomiable proyecto económico y social consistente en liberalizar las fronteras entre los países miembros con tal de estrechar los lazos entre sus ciudadanos. En buena medida, pretendía simplemente derrumbar las barreras que se habían elevado de manera tan artificial y nefasta durante la primera mitad del s. XX.

El proyecto económico y social dio un peligroso paso para reconvertirse en proyecto político. No se buscaba únicamente ampliar la libertad de los ciudadanos europeos sino construir una organización unificada y superpuesta a los tradicionales Estados-nación que pudiera, entre otros propósitos, competir con Estados Unidos en el escenario internacional.

Si el mero objetivo ya era de por sí discutible y peligroso (por cuanto suponía acrecentar el tamaño y las competencias administrativas), los medios con los que ha tratado de alcanzarse todavía han incrementado más las suspicacias liberales: el proceso de construcción europea se ha realizado totalmente de espaldas a sus ciudadanos y, en muchos casos, en contra de su voluntad (como bien ilustran los rechazos a la Constitución Europea de Francia, Holanda o Irlanda). Ha sido, más bien, un proyecto personalista de los políticos implicados con ansias de notoriedad y de acrecentar su poder, algo que, en buena medida, ha desvirtuado su loable finalidad fundacional.

Una de las consecuencias más nefastas de este proceso de construcción de un Estado europeo ha sido el engorde de numerosas e inservibles burocracias que se han convertido en una lucrativa jubilación para los políticos nacionales amortizados. Salvo honrosas excepciones (como pudieron ser en 1999 Loyola de Palacio o Rosa Díez) los partidos políticos no envían a Europa a las personas que consideran más capaces de realizar su labor, sino a aquellos de los que, por el motivo que sea, desean desembarazarse. Lo hizo Aznar con Vidal-Quadras, lo hizo Rajoy con Mayor Oreja y lo hizo Zapatero con Borrell y, de manera paradigmática, con Magdalena Álvarez.

Y dado que la mayoría de instituciones europeas sólo sirven para aparcar políticos nacionales, es natural que durante las campañas electorales al Parlamento Europeo no se hable de programas y propuestas políticas europeas, sino sólo de las refriegas y de los problemas internos de cada país. Dicho de otra manera, las elecciones europeas se convierten en una especie de primera ronda para las generales; de ahí que la participación en las mismas sea directamente proporcional a la influencia que se espera que tengan en la política nacional.

En los próximos comicios del 7 de julio, tanto Zapatero como Rajoy se la juegan; ambos necesitan el apoyo de las bases de su partido para reafirmarse en la errante estrategia política que han emprendido. El primero para que su debilidad parlamentaria ante la crisis económica no precipite un adelanto electoral; el segundo para cerciorarse de que podrá alcanzar La Moncloa convirtiéndose en el sucesor del zapaterismo.

Por ese motivo, la precampaña está orientándose no hacia las necesidades que pueda tener Europa –ni siquiera España dentro de Europa– sino hacia disputas típicamente internas. Zapatero se ha dedicado a acusar a Mayor Oreja de no haber colaborado en la lucha contra ETA, mientras que éste ha criticado el brutal incremento del paro en España ante la inoperancia del Gobierno socialista. Al margen, por supuesto, de que Zapatero, para no romper con su costumbre, esté mintiendo y Mayor Oreja apuntando hacia el más grave problema de España, ni uno ni otro parecen decididos a hablar sobre Europa y sobre sus proyectos para la misma: ¿Qué opinan sobre el posible ingreso de Turquía? ¿Qué piensan hacer ante los crecientes recortes a la libertad económica como son, por ejemplo, las restricciones nacionales a los movimientos de capital intraeuropeos o la esterilización de la directiva Bolkestein? ¿Qué postura tienen hacia el proteccionismo comercial de la UE? ¿Qué infraestructuras transeuropeas ambicionan? ¿Qué criterio adoptan hacia el Protoloco de Kyoto y la energía nuclear? ¿Y hacia la extensión del copyright hasta los 70 años?

La única manera que tenemos los españoles de averiguar cuáles son sus opiniones sobre estos y muchos otros temas de competencia europea es deducirlas de sus actuaciones en la política nacional; algo así como si la Unión Europea fuese una España multiplicada por 27. Pero esto, obviamente, resulta bastante inútil y, sobre todo, caro. Ni hacen falta dos Parlamentos ni dos campañas electorales; para obtener el mismo resultado bastaría con agregar los votos de las asambleas nacionales.

En tiempos de crisis, en los que por motivos obvios la austeridad se convierte en un objetivo fundamental de la organización política, tal vez convendría replantearse la necesidad de conservar ciertas burocracias que sólo consumen las rentas de los ciudadanos sin aportar nada a cambio o, lo que es peor, sin aportar nada bueno. Desde luego, o la Unión Europea cambia –empezando por los políticos que la integran– o terminará completamente desacreditada ante la ciudadanía. No puede pretender seguir subsistiendo como un simple granero de impuestos.

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