Obama superstar
Obama ha cumplido los cien días en la Casa Blanca y la primera cosecha es mala. Si bien su imagen se consolida como un icono de modernidad, los intereses de Estados Unidos aparecen menos protegidos que en años anteriores.
¿Puede un imperio gestionarse democráticamente? El Reino Unido y Francia transitaron del liberalismo a la democracia al tiempo que sus territorios ultramarinos accedían a la independencia. Si nos detenemos en la experiencia británica podemos detectar alguna de las claves que le permitieron extender su influencia por el mundo: unos cuerpos superiores de la Administración integrados por gentes altamente preparadas y que actuaban con una sorprendente autonomía, una clase política formada en los mejores centros educativos con una mentalidad de servicio al Imperio, unas elites capaces de distinguir estrategias nacionales de tácticas partidistas ¿Puede algo semejante trasladarse a una democracia de nuestros días? A la norteamericana seguro que no.
Los Estados Unidos llegaron a la independencia desde su condición de colonia, lo que les ha llevado a un franco prejuicio contra la diplomacia de poder. Se niegan a sí mismos la condición de imperio, no son capaces de distinguir el debate nacional de la gestión de sus intereses globales y su clase política está a años de luz de la que tuvo su metrópoli durante sus días de esplendor. Todo ello nos lleva a una situación paradójica: a pesar de que las posiciones están mucho más próximas de lo que podría parecer, el enfrentamiento partidista lleva a menudo a una descalificación que merma su influencia internacional y anima a sus muchos enemigos a no cejar en la lucha.
Estados Unidos, la nación que inventó el marketing moderno, tiene la peor diplomacia pública que imaginarse pueda y no sólo por la incompetencia de sus diplomáticos sino, y sobre todo, por la efectividad de sus congresistas a la hora de deslegitimar al Gobierno de turno.
El presidente Obama y los altos cargos de la Administración están de turné permanente por el planeta pidiendo perdón por lo que su país ha hecho y descalificando, rematando más bien, a George W. Bush. Creen que así la imagen de Estados Unidos mejorará y que, a partir de ese momento, será posible restablecer unas relaciones positivas. Están muy equivocados. Confunden su deseo de liquidar a Bush, su vergüenza porque su país haya mantenido una diplomacia basada en principios y valores firmes, con el cambio de imagen de su nación. Y a los hechos me remito.
En el mundo democrático sus disculpan se agradecen, porque justifican la inacción, cuando no la oposición, ante las propuestas de la Administración precedente. Es, de hecho, el reconocimiento de que "teníamos razón los que no hacíamos nada contra el islamismo". Si nos dan la razón, ¿por qué los europeos tendríamos que cambiar ahora de posición? En la Cumbre de la OTAN nos hemos negado a enviar más hombres a Afganistán, con toda la razón del mundo, la que nos ha reconocido Obama con sus disculpas. Tampoco su humillación ha valido para que aceptemos sus recetas económicas para salir de la Depresión. Posiblemente él, o ellos, no se hayan dado cuenta, pero su crítica a Bush antes y después de las elecciones nos han convencido de que esta Administración será mucho más débil, no sólo más dialogante, que su predecesora.
En el mundo antidemocrático pedir disculpas por "torturar" o encarcelar, supuestamente sin garantías legales suficientes, es como reconocerse en público lelo de solemnidad. En Rusia, China, Corea del Norte, Irán o el Mundo Árabe, por citar sólo algunas zonas calientes, no hay garantías de ningún tipo. Si ven que el Gobierno norteamericano renuncia a mecanismos básicos para obtener información, sencillamente lo despreciarán y eso, en política exterior, es importante. Autoridad y credibilidad son características esenciales de la diplomacia de una gran potencia. Si se pierden se erosiona la capacidad disuasoria y los enemigos de toda especie sienten llegado el momento de actuar. Hoy podemos afirmar que la insurgencia iraquí se prolongó gracias a las declaraciones de destacados demócratas defendiendo la retirada de las tropas. El análisis era elemental. Si una parte de la clase dirigente norteamericana estaba dispuesta a aceptar la derrota había que endurecer todo lo posible la situación para hacer de la victoria una meta inalcanzable. Sólo cuando Bush impuso su voluntad a propios y extraños, los clanes nacionalistas suníes entendieron que había llegado el momento de negociar. La Guerra de Irak se ha ganado a pesar del Partido Demócrata y de una buena parte del Republicano.
Obama ha cumplido los cien días en la Casa Blanca y la primera cosecha es mala. Si bien su imagen se consolida como un icono de modernidad, los intereses de Estados Unidos aparecen menos protegidos que en años anteriores. Ya hemos citado lo ocurrido en Europa, tanto en la Cumbre del G-20 como en la de la Alianza Atlántica. En otros lares la respuesta ha sido algo más grosera.
Obama acusó a Bush de desarrollar una diplomacia demasiado agresiva. Ante la expectativa de una más civilizada, Corea del Norte ha lanzado un misil intercontinental y ha puesto de patitas en la calle a los inspectores de Naciones Unidas. Todo un avance en la nueva política contra la proliferación de armamento de destrucción masiva.
En Irán su pública disposición a dialogar, refrendada en un patético vídeo, ha sido contestada con una invitación a revisar sus posiciones, porque como es bien sabido el problema internacional está en la política norteamericana y no en la iraní. Mientras tanto la ayuda a Hizboláh y Hamás, así como las condenas y amenazas a Israel, continúan sin disimulo. Irán sabe lo que quiere y piensa que Obama no va a usar la fuerza para impedirlo, por lo menos en una primera etapa.
La invitación a Rusia y China de reconsiderar, reset, los términos de su relación ha sido acogida con alegría al tiempo que se reivindicaban sin disimulo las viejas posiciones. También aquí había acuerdo en que es Estados Unidos quien tiene que cambiar de posición. Si a Bush los chinos le recibieron secuestrando un avión, a Obama, en un ejemplo de reset, lo han hecho forzando a un barco de la Armada a cambiar su rumbo y proponiendo abandonar el dólar como moneda de referencia. China busca imponer su hegemonía sobre el Pacífico y lograr el reconocimiento de un estatuto especial en los asuntos de interés global, una presidencia débil en Washington es una excelente noticia.
Rusia le recibió con amenazas de boca de su propio Presidente y continuó con exigencias a cambio de nada. Siguen en Georgia, protegen a Irán y demandan la renuncia al despliegue de un sistema de defensa antimisiles en Europa y el reconocimiento de un área de influencia sobre sus vecinos.
¿Qué ha conseguido Obama? Imagen, mucha imagen, y poco más, de ahí que Karl Rove, el mítico estratega de George W. Bush, le haya calificado de "superstar" en contraposición a "estadista". Obama en particular y los demócratas en general se han dado un festín canibal, devorando la América que les avergüenza a cambio de debilitar seriamente el prestigio de Estados Unidos. Al final, como ellos mismos han reconocido, cuando sea necesario torturarán, en vez de en Guantánamo externalizarán la gestión de cárceles especiales para terroristas, y pagarán el precio de haber dañado la credibilidad en los campos de batalla que el destino les ha reservado. De entrada se encuentran con el agravamiento de la situación en Afganistán y Pakistán. Cuando se pregunta a los militares paquistaníes por qué no acaban con las milicias islamistas la respuesta es tan sencilla como bien fundada: los norteamericanos no resistirán, se irán y nosotros necesitamos una zona segura en el norte donde ninguna gran potencia se haga fuerte. Un Afganistán en manos de clanes talibán es la respuesta a sus requerimientos estratégicos.
Pasa el tiempo, se pierden o complican innecesariamente guerras y las elites norteamericanas no acaban de extraer las conclusiones necesarias para ser, de verdad, el imperio liberal de nuestro tiempo. La democracia norteamericana es demasiado fuerte como para resistirse a entrar a saco en el campo internacional, con todo el componente demagógico y la cortedad de miras que impone una convocatoria electoral cada dos años.
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