Contra Juan Marsé
Todo sea con tal de racionalizar el esperpento, apenas disimulado, de que un Premio Cervantes pida perdón por haber redactado su obra en español. La lengua apestada, la única extranjera en su país.
Fue Milan Kundera quien sentenció que, por regla general, la obra siempre resulta más inteligente que el autor. Y es cierto. Sin ir más lejos, he ahí, paradigmático, el caso de Juan Marsé. Pobre Pijoaparte. Ayer, el Diablo, ese viejo socarrón, quiso humillarlo –aún más– haciendo coincidir su rendida entrega final a la colla de Teresa con las confesiones del antiguo pistolero de Terra Lliure que dirige la persecución lingüística. Así, al tiempo que Marsé encubría en Madrid a los inquisidores gramáticos –"Afirmo que la lengua castellana no está amenazada en Cataluña"–, en Londres, Bernat Joan admitía sin coartadas ni tapujos retóricos que, en su ínsula Barataria, quien goza de derechos inalienables es la lengua vernácula, no los tristes plebeyos nacidos para someterse a ella.
"¿Por qué no hacer del uso del catalán algo voluntario?", le espetó en la Cámara de los Comunes un ingenuo diputado galés al supremo centurión encargado de escarmentar tenderos hispanófilos y castigar a los que susurren el idioma proscrito en los patios de los colegios. Adánica propuesta a la que, en un rapto de desusada sinceridad, el propio de Montilla replicó: "Nuestra experiencia nos dice que no funcionaría. Si hubiera sido voluntario, el catalán se habría convertido en algo folclórico, atávico y colorista, pero no en una lengua de uso diario. Necesitábamos leyes que lo regularan". Ni Lenin en sus mejores momentos –"¿Libertad, para qué?"– lo habría sabido expresar mejor.
Al tiempo, ajeno a la cínica confidencia del comisario jefe del correccional lingüístico, Marsé, patética sombra de sí mismo, insistía en contar aventis: "Tal vez sea una anomalía escribir en castellano en Cataluña [sic], pero me gusta ser un escritor anómalo. De hecho, sin querer compararme, me gustan los autores anómalos: Conrad, Nabokov o Kafka". Y es que, por lo visto, lo normal sería que el londinense Conrad hubiese escrito en polaco o, mejor aún, en gallego normativo; que el ciudadano norteamericano Navokov lo hubiera hecho en ruso; y Kafka exclusivamente en checo, puesto que el idioma mayoritario de la Praga de su época era el alemán. Todo sea con tal de racionalizar el esperpento, apenas disimulado, de que un Premio Cervantes pida perdón por haber redactado su obra en español. La lengua apestada, la única extranjera en su país, esa jerigonza impropia que, sin embargo, se empeñan en seguir farfullando losLo más popular
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