El triunfo de la mediocracia
Acabo de descubrir en una gaceta gubernamental que "la verdadera grandeza de la democracia reside en que cualquiera puede llegar a ministro". Acabáramos: que pueda ser cualquiera significa que tiene que ser cualquiera.
Ya cuando el patético José Montilla trató de hacerse pasar por jurisconsulto y economista en el currículum oficial del Ministerio de Industria, uno confesó que más de la mitad de los tontos de baba que se ha cruzado en esta vida posee una licenciatura universitaria, que ha lidiado con verdaderos zoquetes estructurales que presumen del grado de doctor, y que tampoco se le han escatimado ocasiones de topar con genuinos burros de capirote prestos a exhibir ristras de masters y posgrados hasta bordados en la tela de los calzoncillos.
También reveló entonces que, entre las personas de las que ha aprendido cosas importantes, algunas no han cursado el bachillerato. Y es que ni el viciado aire de la Universidad (española) vacuna contra el cretinismo, ni adolecer de educación superior inhabilita a nadie para poseer ejemplares valores morales. Carecer de títulos y diplomas académicos por culpa de una juventud dura, esforzada, huérfana de oportunidades, volcada en el trabajo desde casi la misma infancia, no constituye demérito para nadie, al contrario. Caso bien distinto, por cierto, supone el de los próceres Blanco, Montilla, López (Patxi) y demás célebres haraganes insertos en la gran familia socialista.
No afrontar, como es el caso de todos ellos, el esfuerzo que representaría una licenciatura universitaria cuando se lleva la vida entera ingresando sustanciosos sueldos públicos, exigiendo la máxima excelencia profesional al prójimo y administrando millonarios recursos estatales, supone, simple y llanamente, una vergüenza. Así los montillas, los patxis, los blanquitos, todos esos hijos naturales de las listas electorales cerradas, bloqueadas, atrancadas y atornilladas por los omnipotentes aparatos de los partidos. He ahí, en su grotesca, ruborizante incompetencia, en esa devaluación intelectual de la clase dirigente inimaginable hasta hace apenas una década, la metástasis del sufragio universal cuando degenera en férrea oligarquía partitocrática.
Viene hoy a cuento el recordatorio porque, al hilo de la elevación del turbio Blanco a los altares del gasto público, acabo de descubrir en una gaceta gubernamental que "la verdadera grandeza de la democracia reside en que cualquiera puede llegar a ministro". Acabáramos: que pueda ser cualquiera significa que tiene que ser cualquiera. Ergo, y siguiendo la lógica aplastante del muy progresista argumento, España no será una democracia genuina hasta el día en que el novio de Falete ocupe la cartera de Administraciones Públicas o jure por su conciencia y honor el cargo de Ministro de Asuntos Exteriores. A la espera de la verdadera democracia quedamos, pues.
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