Hoy Occidente está sumido en una crisis de difícil cuantificación. No se trata sólo de una crisis económica; ésta no es más que la expresión de una crisis mucho más profunda y mucho más peligrosa, que afecta a la civilización occidental en cuanto tal. Crisis que tiene sus manifestaciones no sólo en la economía, sino en otras áreas de la sociedad occidental; en el arte, en los medios de comunicación, en sus instituciones políticas. También en su política exterior y estratégica.
La crisis es doble: moral e intelectual. Estratégicamente, Occidente muestra su debilidad moral en Gaza, justificando a quienes tienen por objetivo expreso acabar con cualquier vestigio occidental en la orilla sur del Mediterráneo. Muestra su debilidad en el apaciguamiento diplomático ante el expansionismo ruso, que se cierne sombrío sobre exrepúblicas soviéticas y exmiembros del Pacto de Varsovia. La muestra en relación con Irán, que camina lento pero seguro hacia su bomba nuclear. Y la muestra, en fin, hacia los Estados y grupos terroristas que tienen en la destrucción de la cultura occidental su razón de ser.
Tras el derrumbe del muro, los occidentales creyeron que la democracia había vencido definitivamente. En los noventa entraron en una era de pereza estratégica, de vagancia diplomática que les impidió ver que poco a poco el mundo cambiaba a peor. Hoy es más complicado que hace diez y que hace cinco años. Es en este diagnóstico donde más fallan los occidentales; no reconocen los peligros a los que las democracias se enfrentan, y cuando los reconocen, los minusvaloran. Sus instituciones han perdido las mínimas nociones de bien y de verdad. Se encuentran en un momento delicado, arrastradas por esa crisis cultural que socava su funcionamiento diario. Éstas no son más que la encarnación política y estratégica de los valores de la sociedad occidental. Cuando una sociedad abandona sus principios, sus instituciones pierden su razón de ser. O lo que es lo mismo, cuando los bueyes que tiran del carro occidental pierden sus ganas de avanzar, el carro se para y deja de funcionar.
Lo paradójico del caso es que los occidentales sólo pueden resolver esta crisis cultural echando mano a lo que ya tienen: esas mismas instituciones. Las mismas que son consecuencia de la crisis moral occidental son ahora las únicas que pueden revertirla. Es algo así como poner el carro delante de los bueyes. Difícil, pero necesario. De lo contrario, el fin de Occidente dejará de ser una inquietante posibilidad a ser una realidad histórica. Y de entre todas las instituciones, aquellas implicadas en aspectos más delicados y acuciantes son las primeras que deben dar un paso adelante. Es el caso de la OTAN, aquella que en los últimos sesenta años nos ha defendido de nuestros enemigos. Hoy funciona mal, tiene problemas graves que la aquejan en todos sus niveles. Muestra en sí misma los males que sufre la civilización occidental, puesto que es la expresión de ella.
¿Cómo es posible que la consecuencia de la crisis revierta la causa? ¿Cómo hacer que el carro ponga en marcha los bueyes? ¿Cómo puede la OTAN empujar a Occidente? Hacen falta dos cosas para invertir el orden de las cosas y que la Alianza Atlántica funcione como el bastión de Occidente, tirando de él. En primer lugar, liderazgo político. Es decir, la capacidad de los responsables de la organización y de sus países miembros de ver más allá de las necesidades momentáneas. Es lo que se llama sentido histórico, que se resume en una cuestión: la OTAN no sólo es necesaria, es una necesidad. Y exige políticos y funcionarios a la altura de los tiempos, ilusionantes e ilusionados.
Por eso en segundo lugar, la OTAN sobrevivirá sólo si es ambiciosa en sus objetivos y audaz en sus planteamientos. Hoy en día languidece y no aguantará otros sesenta años así. No vale con la inercia de su comportamiento y de sus éxitos puntuales, como no vale dejarla morir lentamente por desacuerdo entre sus miembros. Si en 1949 nació como la encarnación de dos conceptos, el de la democracia parlamentaria y el de Occidente, tanto uno como otro deben seguir siendo el objetivo fundamental. Defender los regímenes democráticos allí donde se encuentren amenazados; valorar y defender los valores occidentales, los únicos capaces de encarnarse en una sociedad que proporciona un bienestar político y moral desconocido para la humanidad. Acudir en ayuda de los demócratas que la necesiten es lo mínimo que puede hacer una OTAN global, sea en Israel, en Corea del Sur o en Irak. Hacerlo así, comprometerse con la democracia allí es la mejor forma de valorarla y revalorizarla aquí.
La OTAN es no sólo un instrumento válido de Occidente, sino un valor capaz de revitalizarlo. Pero para ello debe huirse tanto de la inercia como del fatalismo. Hace falta liderazgo en los fines y ambición en los mecanismos de adaptación a los nuevos tiempos. Necesidades ambas que, desde esta institución, valen para revitalizar al decadente Occidente. Basta que el carro se muestre valioso para que los bueyes vuelvan a tirar de él.