Arrogancia e incongruencia supremas
Vista la argumentación del Supremo para denegar la objeción de conciencia ante la EpC, uno ya no sabe si estamos ante un caso de incongruencia o, más bien, de esa hipocresía que La Rochefoucauld definía como "el homenaje que el vicio rinde a la virtud".
No sé si conocen aquel chiste de un marido que se jactaba de que en su casa era él quien tomaba las "decisiones importantes", para reconocer, a continuación, que entre las decisiones que se reservaba su mujer estaba la de decidir qué era y qué no era "importante".
Pues bien, este chiste me lo han recordado una de las recientes sentencias del Tribunal Supremo que, al tiempo que reconoce el derecho de los padres a que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo a sus convicciones, se reserva en la practica el dictar qué es conforme o disconforme a esas ajenas convicciones morales.
A uno, que también tiene en mente aquella máxima kantiana de que "nadie puede hacerme feliz a su manera", no le deja de sorprender esa arrogancia de los magistrados que creen poder saber mejor que los propios afectados lo que a estos les resulta conforme o disconforme con sus propias convicciones morales.
Y es que, al contrario de lo que cabría esperar de una sentencia denegatoria del derecho a la objeción en este terreno, el Tribunal Supremo no cuestiona, ni limita, aun de forma artera, el derecho de los padres a elegir la formación moral para sus hijos; tampoco deniega la objeción en base a lo supuestamente inapropiado de esa vía para oponerse a una norma educativa susceptible de ser declarada inconstitucional; ni siquiera cuestiona las convicciones morales de los padres objetores y su compatibilidad con otros principios constitucionales, a tener también cuenta. Lo que hace el Supremo, fundamentalmente, es negar la mayor, en este caso, una evidencia irrefutable como la de que hay padres que sí consideran que EpC contraría las convicciones que ellos quieren transmitir a sus hijos y que lo consideran así hasta el punto de reivindicar la objeción de conciencia, origen mismo de todo el proceso judicial.
Como semejante negación de lo evidente nos obligaría –y no me apetece– a entrar en el desacreditado terreno del psicoanálisis, y en el de esos casos de trastornos freudianos en los que el paciente transmite lo contrario a sus deseos y convicciones, sólo me queda por añadir que esta sentencia también me ha recordado la incongruencia de aquel no menos lamentable fallo del Tribunal Constitucional respecto a la modificación de la ley orgánica del CGPJ de 1980. En esa histórica sentencia 108/1986, el Tribunal Constitucional advertía claramente del "riesgo de que las Cámaras atiendan sólo a la división de fuerzas existente en su propio seno y de que distribuyan los puestos a cubrir entre los distintos partidos", para concluir, en fragrante incoherencia, en favor de una reforma por la que los 20 miembros del CGPJ pasaban a ser elegidos en su totalidad por el Congreso y el Senado.
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