Les exhorto a ver dos obras de teatro no tanto para que se liberen de la vida pública española, cosa por los demás muy recomendable, sino para que se hagan cargo de una ruptura radical entre el panorama político y la cultura teatral. No hago, pues, crítica teatral sino política. Y es que sigo pensando que no hay crítica política sin crítica de la cultura. Son dos obras de teatro magníficas. Son obras correctas para unos espectadores que huyen de la vida pública como de la lepra. Son agradables de ver y están protagonizadas por grandes actores. Flotats, en el Español, y Gómez, en el Lara, hacen un despliegue grandioso de sus facultades interpretativas. Sus respectivos compañeros de reparto, Albert Triola y Silvia Abascal son también grandes intérpretes. Las adaptaciones son muy buenas, incluso tratan de ser actuales, pero son obras, siento decirlo, al margen de la sociedad española.
Días de vino y rosas, famosa obra de J. P. Miller's, llevada al cine con gran éxito por Blake Edwards y protagonizada por Jack Lemmon y Lee Remick, se sitúa absolutamente de espaldas a lo que sucede en nuestro entorno. Trata un tema terrible de las sociedades contemporáneas, pero está lejos, muy lejos, de ser el problema dominante de la nuestra: la autodestrucción de los individuos a través del alcoholismo. Es obvio que este horrible asunto lo sufrimos los españoles, pero nadie en su sano juicio mantendría que su novedad aterra a la sociedad española.
Tampoco la segunda obra titulada El encuentro entre Descartes y Pascal, cuyo autor es el francés Jean-Claude Brisville, nos sirve para hacer una digna catarsis de nuestros problemas políticos. Sin embargo, reconozco que esta última contribuye, sin duda alguna, de modo inteligentísimo y refinado a la defensa de lo políticamente correcto: los buenos son los racionalistas y el falso cinismo, o sea, decir lo contrario de lo se piensa; y los malos, casi locos de atar, son los tipos con convicciones morales y religiosas. No hace una crítica de la razón cínica, ojalá, sino se adapta resignadamente a lo que impone el relativista de turno. Esta obra tiene un aspecto apologético del relativismo que, por fortuna, no puedo dejar pasar por alto; o sea, todavía me quedan ganas de discutir con tipos inteligentes.
El diálogo que se representa en el teatro Español entre Descartes y Pascal es tan brillante como arbitrario. Partidista y sectario. Pero, antes de la crítica, es menester indicar que Flotats es uno de los más grandes actores de la escena europea. Sólo por ver su representación nadie debería dejar de asistir a la representación. Flotats traspasa a Descartes. No lo representa, sino que es Descartes. Un Descartes para aquí y ahora. Si filosofar es actualizar problemas del pasado, entonces esta obra de teatro es una gran filosofía. Una obra para comprender las cuestiones de nuestro tiempo. Flotats es Descartes en nuestras calles y plazas. Teatro y realidad se identifican gracias al genio de este actor. Este ejerce con tanta maestría su oficio que lo convierte en una obra perfecta. Es arte. Prodigiosa actuación.
Su castellano, siempre salpimentado con gracejo catalán, es más que convincente. Es bello y sencillo. El actor jamás ahoga la naturalidad y la coherencia de una lengua que no diferencia sino que comunica. Ahí reside su grandeza. Flotats está poseído por la voluptuosidad del idioma. El actor se deja querer como un amante entregado. Dejadez y sosiego se confunden. Flotats aquí no finge. No traduce jamás. Es un actor español. Y, precisamente, porque el español, el decir en castellano, de Flotats es natural, casi carnal, el espectador recibe un texto coherente y lleno de vida, magistralmente vertido del francés al castellano por Mauro Armiño.
La grandeza de Flotats resalta los límites de su compañero de escena, pero otras veces, por fortuna, saca a relucir las mejores virtudes del actor Triola y su personaje Pascal. No sé si eso es atribuible a un ejercicio abusivo de la fuerte inteligencia de Flotats o, por el contrario, es su forma natural de vivir. De actuar. En todo caso, Triola es un buen compañero de actuación. Interpreta correctamente y tiene toques de genialidad en algunas ocasiones. Sin embargo, el Pascal que ha construido Brisville no ayuda demasiado al intérprete. A este Pascal le sobra integrismo y le falta inteligencia. El autor ha querido castigar a Pascal para engrandecer a Descartes. Esa operación tiene un primer damnificado: el actor que representa a un Pascal al borde del fanatismo.
A pesar de la inteligencia teatral de Flotats, el primer actor, director y hombre-teatro, y contra el parecer de Brisville, el autor de la obra, un contemporáneo nuestro que se identifica con un Descartes escéptico y casi postmoderno, Triola consigue una decente y, a veces, buenísima interpretación de uno de los personajes más enigmáticos del pensamiento europeo del siglo XVII, que influyó de modo directo en el genio espiritual de nuestro Miguel de Unamuno. Por lo tanto, quien diga que la actuación de Triola es desigual, como si eso fuera una objeción crítica, se equivoca; precisamente, porque es desigual estamos ante un gran actor. La actuación es desequilibrada, que es otra manera de hablar de lo desigual, pero jamás mediocre. Es desigual, sí, pero no olvidemos que esa es la condición mínima exigible a una obra de arte.
La actuación de Albert Triola está muy descompensada, porque a veces borda la representación de un joven Pascal atormentado por el problema de la salvación y otras cae en el histrionismo de un personaje histórico que es todo menos histrión. Pero ninguno de los dos problemas son responsabilidad del actor; por el contrario, Triola los ha llevado al escenario tal cual lo ha expresado el autor por un lado, y, por otro lado, ha seguido al pie de la letra las indicaciones del director, Flotats, que ha querido y, por supuesto, conseguido hacer un Descartes actual y distante de los grandes principios religiosos y morales frente a un Pascal atormentado por una causa, que ya no es la suya, la de la salvación.
En efecto, y aquí reside la falsificación de esta obra, la cuestión de Pascal no es únicamente la salvación, asunto importante pero de otra época, sino el problema del sentido de la existencia. También de la existencia política. Pascal se adelanta, por lo menos, un siglo a la Ilustración y por supuesto plantea el problema con un rigor que aún hoy es actual, pero el autor y el director de esta obra han preferido un enfrentamiento, o peor, un encontronazo entre Descartes y Pascal antes que un diálogo a la búsqueda de los puntos en común que pudieran iluminar nuestro tiempo. Han marcado las diferencias y distancias en aras de una sociedad del espectáculo, que valora más la forma que el fondo, la espuma que emerge a la superficie que el veneno que la produce.
Por eso, aunque sea educada y artística, no puedo dejar de contemplar con cierto estupor y sorpresa la imagen de un Descartes relativista, acomodaticio y falsamente cínico frente a un Pascal absolutista, dogmático y directo. Creo que el autor, y en cierto sentido el director de esta obra, caen en lo que critican. Cometen el mismo vicio contra los filósofos que combatía Descarte en su tiempo, y que no era otro que la confusión entre la persona y el personaje, el pensador y su máscara. Sí, "un filósofo", como pone Brisville en los labios de Descartes, "soporta mal que se prefieran los rasgos de su rostro al fondo de su pensamiento".
Esta arbitraria obra de teatro es más una fisonómica, quizá una buena réplica de esos dos grandes filósofos, que una creación original para nuestro tiempo, sencillamente, porque, al menos a uno de sus personajes, le falta su genuina aportación a la historia de la civilización europea. A esta obra, siento decirlo porque me ha hecho pasar un tiempo maravilloso, le falta eso que le sobra a Pascal: Fineza. Espíritu de fineza. Han hecho de Pascal un integrista insoportable. No han conseguido transmitir al hombre del siglo XXI la actualidad de Pascal: su desprecio por los cristianos que han renunciado a la apologética. La religión no se opone a la razón sino que la sobrepasa.
Pero todavía hay algo peor en esta obra: presentarnos un Pascal sentimentalista. Es un horror ver convertido al mayor crítico del sentimentalismo de todos los tiempos en un sentimentalista. Tan obvio es que Pascal reconoce el valor subjetivo de los sentimientos como su crítica a "los que están habituados a juzgar con el sentimiento, que no comprenden nada de las cosas de la razón, puesto que desean penetrar rápidamente en las cuestiones y no están acostumbrados a buscar los principios de las cosas".