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José Antonio Martínez-Abarca

Palos con gusto no duelen

¿Qué hacemos, entonces, con esas hembras complacientes que, sin tener miedo de su pareja aunque ésta les pegue, y usando su libre voluntad, piensan que unos apalizamientos de vez en vez les merecen la pena?

Convido a las feministas a que hagan suya esta nueva reivindicación "de género": que las mujeres maltratadas que defiendan a su pareja vayan también a la cárcel por incitación pública a la violencia. Ah, pero, ¿que resulta que de eso no se habla porque no es buenista, y si no es buenista no es políticamente correcto, y si no es políticamente correcto no se tiene por qué enterar el Ministerio de Igualdad?

¿Qué hacemos, entonces, con esas hembras complacientes que, sin tener miedo de su pareja aunque ésta les pegue, y usando su libre voluntad, piensan que unos apalizamientos de vez en vez les merecen la pena porque a cambio ellas sienten esa íntima satisfacción o comodidad de seguir el tradicional "rol" pasivo, subalterno, el inconfesado placer del sometimiento, de cumplir órdenes sin pensar, tan oscuro pero tan real? El caso de la compañera ("compuñera", más bien) de ese tipo que ha provocado un coma crítico a un ángel de la guarda por defenderla de quien califica como "bellísima persona" es mucho más habitual de lo que jamás reconocerán en el Ministerio de Igualdad. Nunca tampoco hemos visto a esas señoras ataviadas de furgoneteras que hacen el signo vaginal con las manos protestar ante quien corresponda contra esa porción importante de buenas samaritanas de ojos morados que les están echando por tierra su fantasía políticamente correcta, más simplona que el mecanismo de una chupeta.

No hace falta leer a William Faulkner para enterarse de que en el profundo sur, tras la guerra civil que manumitió a los esclavos algodoneros, hubo muchos que permanecieron junto a los "massas" del látigo teóricamente como criados y mayordomos, amas de cría y tatas, pero en realidad, de puertas adentro, como lo que habían sido siempre: esclavos. Nunca se habían dedicado a otra cosa y no otra cosa sabían ser. Pero lo peor: no querían tampoco. Y lo hacían con algo que podríamos calificar (con pudor) de gusto. De satisfacción por no desmandarse. El miedo a la libertad, que no vamos a descubrir ahora. Lo de aquellos que se habían acostumbrado a ser considerados semihumanos es como los palos gustosísimos que recibía en plena calle la esclava de la "bellísima persona" y que alguien se atrevió a contradecir. Las feministas quizás digan ahora que el hombre que está entre la vida y la muerte se lo buscó porque alteró el normal diálogo democrático entre dos iguales de géneros distintos, uno que pateaba y otra que, decidiendo soberanamente sobre su cuerpo, optaba por esa forma de vida alternativa.

En mi pueblo hay un refrán: "palos con gusto no duelen". Todavía estamos a tiempo de que la maltratada denuncie al hombre que está en el hospital en estado crítico por paternalista, o sea, al final por fascista. Quién le había dicho a él que las mujeres no pueden elegir ser despachurradas por su maromo.

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