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Pío Moa

Cela y Solzhenitsin

Cela, desde luego, no entra en la nomenklatura de la intelectualidad progre, aunque mariposeara en torno a ella. Los progres, los comunistas en particular, nunca lo reconocieron como un afín, percibían con claridad el fondo "facha" que arrastraba.

Lo más curioso de la explosión de sinceridad de la oposición antifranquista ante la denuncia de Solzhenitsin es que no faltaron personajes de derecha para formar coro con ella. El más conspicuo resultó Cela, que dio en escribir cosas como éstas: "Solzhenitsin no está solamente contra España, nuestro pequeño y amado país, lo cual no sería nada. Solzhenitsin está contra Europa". Y no solo contra Europa, también "contra la libertad", aseguraba el hombre. Afirmaciones tan pomposas como sin pies ni cabeza, sandeces tan gratuitas en una persona generalmente considerada inteligente, obligan a preguntarse adónde apuntaban en realidad.

Cela, desde luego, no entra en la nomenklatura de la intelectualidad progre, aunque mariposeara en torno a ella. Los progres, los comunistas en particular, nunca lo reconocieron como un afín, percibían con claridad el fondo "facha" que arrastraba desde sus tiempos de falangista y ofrecimientos a la policía. Siempre le trataron con un toque de aversión y desprecio, con una superioridad moral bastante cómica teniendo en cuenta la catadura de tales "superiores". Y el absurdo de las frases celianas contra el escritor ruso indica a las claras su insinceridad, al revés que las diatribas de los progres, tan sentidas. Pero, ya lo vio Ian Gibson con perspicacia, Cela "quería ganar" sin demasiado escrúpulos, y ganar en aquellos momentos significaba congraciarse con la nueva situación, tal como él la vislumbraba. Un poco como cuando se puso a escribir La colmena, en tiempos en que todas las personas "enteradas" del mundo daban a Franco por liquidado. Entonces, en 1945, una crítica mordaz al régimen supuestamente moribundo debía asegurarle la benevolencia de los no menos supuestos vencedores. No quiero decir con ello que La colmena sea una novela mala pues, aunque políticamente oportunista e históricamente distorsionada, es una de las mejores del siglo XX español: la literatura, la política y la historia no siguen del todo las mismas sendas.

Y a buen seguro revelan algo otras expresiones de Cela contra Solzhenitsin: "heraldo de la tristeza", "pájaro de mal agüero". Por carácter y biografía el ruso venía a ser lo contrario del nada quijotesco español, y este, que parecía prometérselas muy felices con su antifranquismo impostado, solo podía sentir irritación ante la fibra moral del otro. No eran horas de decir algunas verdades sobre el Gulag, sino unas cuantas mentiras sobre el franquismo y sobre la propia trayectoria personal. La denuncia del sistema soviético le ponía también a él en la picota: tristeza, mal agüero.

El caso de Cela tendría poco interés para nuestro objeto si no resumiera el de un sector nada escaso de la derecha, dispuesta a compadrear con el mismo Gulag si hiciera falta, a adaptarse a los nuevos tiempos, a lo que, en su concepto sumamente pedestre, creían ellos los nuevos tiempos.

Cela hizo su carrera, prosperó, triunfó, entró en la Academia, fue premiado, todo en el franquismo, sin que se le obligara –al contrario que en Rusia– a hacer profesión de fe o de ideología del régimen. Sus roces con la censura apenas pasaron de anécdotas. Como tantísimos antifranquistas y demócratas de última hora, se aplicó a disimular su propio historial, lo que apenas tendría importancia si no fuera porque, a cambio de que se les pasaran por alto sus desvirtuaciones particulares, ellos facilitaban la desvirtuación general del pasado. A esas personas, se comprende, la honradez y valentía de Solzhenitsin tenía que sentarles como una patada en lugar muy sensible.

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