El contrato
Enhorabuena, don Mariano: a la progresía no le ha gustado su propuesta, señal de que va por buen camino.
Por fin, Mariano Rajoy ha hablado con claridad de un problema concreto que afecta a muchos españoles: ha propuesto un "contrato para la integración" de los recién venidos de allende nuestras fronteras. Por supuesto que el pago de la hipoteca, la política antiterrorista, la bajada de impuestos, la regeneración del sistema educativo o la adopción de medidas disuasorias frente a cuantas fuerzas centrífugas amenazan con romper nuestro país son asuntos de preocupación general y que el PP ha ido esbozando en los últimos meses, pero hasta el momento en términos demasiado vagos, en exceso abstrusos. Nada de ello sobra y seguramente ese partido irá pormenorizando y explicitando sus propuestas en las semanas venideras.
Sin embargo, es de agradecer la claridad del contrato de integración, máxime sabiendo de la jauría que, de inmediato, saldría a cerrar el paso a mejora o corrección de ningún tipo, en este terreno como en otros. La inepcia y la inercia no se paran en barras y prefieren continuar como hasta ahora, permitiendo, si no fomentando, que la situación se agrave y se pudra porque, a fin de cuentas, no son los dirigentes y burócratas de partidos, sindicatos, oenegés y demás pandilla que vive de la demagogia quienes sufren los conflictos cotidianos en barrios, escuelas, ambulatorios, puestos de trabajo, concesión de becas o el mero tránsito de chicas jóvenes fumando por el barcelonés barrio de El Raval, tomado por los integristas paquistaníes. Por citar unos pocos ejemplos.
Es irrelevante que a las medidas en cuestión se las denomine "contrato de integración" o de cualquier otra manera, como lo es igualmente si la idea se ha inspirado en otras parejas, de Sarkozy o de diversos países europeos. No es preciso copiar nada de otros para percatarse del panorama de nuestro país, paulatinamente agravada desde que los contingentes de extranjeros se han incrementado hasta constituir un 10% de la población total, porcentaje mayor que el de Alemania, que ya es decir. La similitud básica del intelecto humano produce este evidente caso de poligénesis: situaciones similares conducen a respuestas por igual semejantes. Nada nuevo. Tal vez, sí deba reconocerse que la existencia previa de intentos de solución comparables en otros países de Europa, refuerza, espolea y decide a un partido político español a formular tales propuestas. Bienvenidas sean pese a cuanto comentario colateral o matización se le puedan hacer.
Lo oído hasta el momento es sensato, moderado y respetuoso con los derechos de todos, autóctonos o foráneos: saber nuestra lengua común, adherirse sinceramente a los principios filosóficos y políticos que animan nuestra Constitución y conocer al menos a grandes rasgos las características de la sociedad en que viven. Participar de nuestro proyecto nacional, vaya. No parece demasiado.
No obstante, quienes imposibilitan, aplauden –o se inhiben– del arrinconamiento de facto del español en Cataluña o el País Vasco, ya han comenzado a rasgarse las vestiduras por la exigencia de que los inmigrantes radicados en Madrid, Almería o Santander sepan hablar la lengua de la tierra, en tanto aceleran la catalanización de marroquíes o rumanos en Lérida o Cornellá. El mismo doble juego de siempre, la misma hipocresía demagógica, idénticos raseros descompensados para según y cómo. En el fondo hacen un flaco favor a los extranjeros más pobres al pretender mantenerlos en los guetos de sus "peculiaridades" multiculturales, es decir fuera de la sociedad mayoritaria. Es la misma maniobra de conservar –entre berridos, banderas rojas y pancartas– a las clases populares españolas en el frigorífico de la alienación y la ignorancia: cuanto más ignorantes sean, menos preguntas se plantearán y menos protestas dirigirán a quienes los pastorean a manifestaciones "por la paz" o al embobamiento por la electrónica, convertida en fin en sí misma. En definitiva, ya se sabe: "Ya era hora de que nos tocase a nosotros, los pobres", era la máxima disculpa que corría en Sevilla entre pesoístas y similares cuando se destaparon los pufos del Guerra.
Mientras asociaciones de inmigrantes comprenden los efectos positivos que para ellos encierra la propuesta, los Pepitos Grillos de acá, modelo Llamazares o Pepiño, ya están arremetiendo. Porque la idea viene del PP y porque no debe tocarse por parte alguna a quienes suponen clientela de su propiedad, lo cual es mucho suponer: "los inmigrantes" no conforman un grupo homogéneo y no parece que los iberoamericanos –dada su ventaja natural de partida, que de nadie es culpa, sino bendición para todos– vayan a sentirse incómodos ni agredidos, ni tampoco los eslavos o rumanos, ni los negros africanos no musulmanes que, por el contrario, verán reforzado su estatus y el concepto que de ellos se tenga (los hemos visto en manifestaciones anti-ETA sumándose voluntariamente al sentimiento nacional: bienvenidos sean).
Sólo hay un grupo que puede oponerse frontalmente a la idea de integración; y no tanto por gusto o decisión individual, como por interés de "sus" líderes (¿quién y de qué manera ha elegido a los autotitulados representantes de la FEERI o la Conferencia Islámica?), que bufan ante la mera palabra "integración", vía segura para que ellos pierdan el poder sobre las comunidades de musulmanes, un poder acrecentado de día en día por Rodríguez y su camarilla. Con el inestimable concurso de necios y oportunistas –o ambas cosas– que blanden la noción multicultural como si fuera las Tablas de la Ley, desconocen adrede, antes y después de la propuesta de Rajoy, que ni éste ni nadie pretende evangelizar ni inducir a apostasía, ni obligar o impedir creencias, fiestas, consumos, ropas ni rasgo religioso o cultural ninguno. Ninguno.
Manteniéndose dentro de la ley, no es descabellado ni ofensivo para nadie que las niñas se escolaricen, que asistan a todas las actividades escolares o que disfruten de libertad para elegir con quién se relacionan o terminan casándose, algo indigerible para los musulmanes fanáticos, mucho más numerosos de lo que se cree. En definitiva, los españoles, o moros contrarios a la integración están contra la libertad –y lo saben– sin más armas, de hecho, que esgrimir el folklore, los insultos de xenofobia y racismo sin otra base que su propia mala fe y el peso contra el individuo de una comunidad tan cerrada como la islámica.
Enhorabuena, don Mariano: a la progresía no le ha gustado su propuesta, señal de que va por buen camino.
Nota bene. El Parlamento turco ha aprobado ayer por mayoría aplastante la introducción del velo en las universidades de su país. Antes de un año, todas las turcas cargarán la pañoleta: acepto apuesta de mariscada y Albariño a quienes no me crean. El islamismo "moderado" no pierde comba en su afán por la Alianza de Civilizaciones: a ver si se enteran mis amigos del PP.
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