Los insultos de Chávez son ecos de Moncloa y Ferraz
Lo ocurrido en Santiago de Chile es el resultado de la política exterior de un Gobierno que durante años ha buscado amigos y apoyos populistas, cerrando los cauces de comunicación con las grandes capitales del mundo
Nos tenemos que situar en el Aula Magna de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid, el 22 de noviembre de 2004. A media tarde de aquel lunes se grababa en aquel recinto un programa que ahora ya se ha establecido en la parrilla, pero que en aquel entonces era una novedad. Me refiero a 59 segundos, un debate a tiempo cerrado y que en aquellos primeros meses había aparecido como un formato innovador en el panorama televisivo. El invitado especial era el ministro de Exteriores, Miguel Ángel Moratinos. Y yo me encontraba entre los periodistas presentes en el plató.
El programa transcurría por los cauces habituales, hasta que Moratinos, en uno de esos arranques de los que ha hecho gala en tantas ocasiones en la presente legislatura, se descolgó acusando a José María Aznar de conocer y colaborar con el golpe de Estado que tuvo lugar en 2002 contra el presidente venezolano Hugo Chávez. Aquella acusación fue como una descarga eléctrica: rápida pero contundente. En ese momento le pregunté al ministro si de verdad estaba llamando "golpista" a un ex presidente del Gobierno de España. Moratinos no se retractó. Insistió y aquello se terminó convirtiendo en un enfrentamiento duro, correoso y demoledor. El ministro llevaba seis meses en el cargo y se encontraba cegado por el poder. Incapaz de rectificar, se aferró a sus acusaciones. Aquello provocó su comparecencia extraordinaria en la Comisión de Exteriores del Congreso. No era para menos; de hecho, quizá fue demasiado poco.
Esta historia, que es uno de los muchísimos capítulos negros de este Gobierno en la presente legislatura, ilustra a la perfección lo ocurrido en la clausura de la Cumbre Iberoamericana de Santiago de Chile. Los insultos de Chávez, Ortega, Morales o Kirchner contra España, contra Aznar y contra los empresarios no son nuevos. Han venido produciéndose desde hace tres años y medio con la llegada de Zapatero al poder. Es más, el Ejecutivo español los ha consentido y ha fomentado las descalificaciones contra el Gobierno anterior. Lo ocurrido en Santiago no ha sido más que la explosión de un depósito que el Gobierno español había llenado previamente de gasolina.
A estas alturas de la legislatura ya no estamos para películas. No hay quien se crea ese reparto de buenos y malos entre el Rey y Zapatero que nos ha contado Moratinos. Cada uno actuó según le pareció más conveniente. Don Juan Carlos lo hizo muy bien llamando la atención a Chávez y el presidente del Gobierno intentó calmar las aguas con tanta educación y sin mojarse que dio la imagen habitual de cobarde pusilanimidad. Era tan evidente esa ambigüedad de Rodríguez Zapatero a la hora de defender a Aznar que tuvo que ofrecer una rueda de prensa posterior para decir lo que no dijo en la Cumbre.
Pero en fin, que nadie se engañe. Lo ocurrido en Santiago de Chile es el resultado de la política exterior de un Gobierno que durante años ha buscado amigos y apoyos populistas, cerrando los cauces de comunicación con las grandes capitales del mundo, fabricando alianzas con quienes no entienden de democracia y sacando a España de los grandes foros internacionales. Una política exterior marginal, adicta al tercermundismo y completamente simplista.
Lo dicho por Chávez en Santiago de Chile es lo mismo que mantuvo el ministro Moratinos en 59 segundos hace tres años. Aunque, ciertamente, para buscar insultos contra Aznar no hay que irse tan lejos en la hemeroteca. Cada lunes, en Ferraz, el socialista Blanco demuestra ser incapaz de ofrecer una rueda de prensa sin descalificar e insultar al Partido Popular y a Aznar, tan pobre es su vocabulario y tan escasas sus ideas. Es evidente que el PSOE ha hecho de Aznar uno de sus principales objetivos políticos. Han insistido tanto en ello que al final su enfermedad se ha contagiado y transformado en epidemia internacional. No es de extrañar, por tanto, que la poca convicción de Zapatero en su defensa de Aznar obligara al Rey a actuar. No se lo creía ni él.
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