"Cien años de honradez y cuarenta de vacaciones"
Pues en aquella enorme agencia de colocación, inmediatamente, se comenzó a teorizar el desdén por la excelencia individual.
"Cien años de honradez y cuarenta de vacaciones", exclamó Ramón Tamames, perplejo, al ver aquellas vallas que inundaron las calles de España al inicio de la transición. Felipe disfrazado de señor decente con unas canas falsas que le había pintado Pilar Miró se reía –¿del eslogan?– escoltado por el semblante romo Pablo Iglesias. Faltaba muy poco para que al "clan de la tortilla" le cayera el Estado en las manos en una de esas casualidades históricas que suceden una vez cada varios siglos. Sin el menor currículum de lucha contra la dictadura, sin preparación académica ni experiencia profesional, sin haber superado nunca filtro objetivo alguno, sin más ideología que el afán por el poder, sin creérselo, el 28 de octubre de 1982 aquella improvisada troupe de arribistas se tropezaría con un país entero entregado incondicionalmente a su voluntad soberana.
Así, de la noche a la mañana, desaparecería una elite marcada en sus valores por una identificación con la meritocracia interiorizada en los altos cuerpos de la Administración, de los que procedían casi todos. Y su hueco se aprestó a ocuparlo la alegre legión de indocumentados que llegaba decidida a enterrar a Montesquieu en cal viva. De ahí que la gran familia socialista, ya desde el principio, desarrollase esa peculiar psicología de grupo tan suya, que no nunca dejaría de ser más que la racionalización de sus personales e intransferibles miserias. Pues en aquella enorme agencia de colocación, inmediatamente, se comenzó a teorizar el desdén por la excelencia individual.
Los jóvenes del aluvión que acudió al rico olor de una vida fácil a la sombra del Presupuesto se amamantaron en esa mentalidad de una clase dirigente improvisada para la que fuera del partido no existía nada, y detrás tampoco. O aplaudir el "ahora les toca a los nuestros" y el "si tú pudieras también lo harías", o ponerse a la cola en la oficina del INEM más próxima. Ése habría de ser el único dilema existencial que la futura corte política de Zetapé estaba llamada a resolver en toda su carrera política.
En fin, los de la pana, el puro, los cafelitos y el trinque, los mayores, fueron el resultado de una carambola a tres bandas del destino, y ellos mismos lo sabían mejor que nadie. Pero los que de forma natural estaban llamados a sustituirlos representarían otro sarcasmo histórico, en su caso contra la lógica del Cosmos. Surgidos de una generación mimada hasta la misma frontera de lo patológico, la que ha gozado de más privilegios y mejores oportunidades para formarse de la historia toda de España, el mejor entre los mejores, habría de responder por Z. Y punto.
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